El problema Socrático
Extracto del libro III de Paideia: los ideales de la cultura griega, de Werner Jaeger en cuanto a las problemáticas que acarrea el análisis de la figura de Sócrates.
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Para estudiar la figura de Sócrates lo más elemental a que podemos remontarnos no es el propio Sócrates, que no dejó nada escrito, sino una serie de obras acerca de él, procedentes todas de la misma época y que tienen como autores a discípulos inmediatos suyos.
No es posible saber si estas obras o una parte de ellas fueron escritas ya en vida del mismo Sócrates, aunque lo más probable es que no. La semejanza que presentan las condiciones en que nace la literatura socrática con aquellas de que datan los relatos cristianos más antiguos sobre la vida y la doctrina de Jesús ha sido puesta de relieve con frecuencia y salta a la vista, ciertamente. Tampoco la influencia directa de Sócrates empezó a plasmarse en una imagen armónica en sus discípulos hasta después de muerto el maestro, evidentemente. La conmoción de este acontecimiento dejó en la vida de aquéllos una huella profunda y poderosa. Y todo parece indicar que fue precisamente esta catástrofe la que les movió a representar por escrito a su maestro.
Con esto empieza a encauzarse entre los contemporáneos suyos el proceso de cristalización histórica de la imagen de Sócrates, que hasta entonces flotaba en el aire. Platón le hace predecir ya en su discurso de defensa ante los jueces que sus partidarios y amigos no dejarían en paz a los atenienses después de morir él, sino que proseguirían la acción desplegada por Sócrates, preguntando y exhortando sin dejarles un punto de reposo.
En estas palabras se encierra el programa del movimiento socrático, dentro del cual se halla encuadrada también la literatura socrática, que empieza a florecer rápidamente a partir de ahora. Este movimiento respondía al propósito de sus discípulos de perpetuar en su imperecedera peculiaridad al hombre al que la justicia terrenal había matado para que su figura y su palabra se borrasen de la memoria del pueblo ateniense, de tal modo que el eco de su voz exhortadora no se extinga jamás en los oídos de los hombres ni en el presente ni en el porvenir.
La inquietud moral, que hasta entonces se hallaba circunscrita al pequeño círculo de los secuaces de Sócrates, se difunde así y trasciende a la más amplia publicidad. La socrática se convierte en eje literario y espiritual del nuevo siglo y el movimiento que brota de ella pasa a ser, después de la caída de poder secular de Atenas, la fuente más importante de su poder espiritual.
Los restos que se han conservado de aquellas obras —los diálogos de Platón y Jenofonte, los recuerdos sobre Sócrates de este último y finalmente, los diálogos de Antístenes y de Esquines de Esfeto— revelan con absoluta claridad una cosa por lo menos, a pesar de lo mucho que difieren entre sí, y es que lo que sobre todo preocupaba a los discípulos era exponer la personalidad imperecedera del maestro cuyo profundo influjo habían advertido en sus propias personas. El diálogo y los recuerdos son las formas literarias que brotan en los medios socráticos para satisfacer esta necesidad. Ambas responden a la conciencia de que la herencia espiritual del maestro es inseparable de la personalidad humana de Sócrates. Por muy difícil que fue enteramente al imperio de lo típico.
Una creación literaria paralela de la primera mitad del siglo IV, el enkomion, nos indica cómo se habrían escrito los panegíricos de Sócrates con arreglo a la concepción del hombre predominante en la primera mitad del siglo IV. Este género literario debe también su origen a la valoración exaltada del individuo descollante; pero sólo alcanza a comprender su valor presentando a la personalidad ensalzada como encarnación de todas las virtudes que forman el ideal típico del ciudadano o del caudillo. No era así, ciertamente, como podía captarse la personalidad de Sócrates.
El estudio de la personalidad humana de Sócrates condujo por vez primera en la Antigüedad a la psicología individual, que tiene su maestro más eminente en Platón. El retrato literario de Sócrates es la única pintura fiel, trazada sobre la realidad de una individualidad grande y original, que nos ha trasmitido la época griega clásica. Y el móvil a que respondía este esfuerzo no era la fría curiosidad psicológica ni el afán de proceder a una disección moral, sino el deseo de vivir lo que llamamos la personalidad, aun cuando faltasen al lenguaje la idea y la expresión necesarias para este valor. Es el cambio, provocado por el ejemplo de Sócrates, del concepto de areté, cuya conciencia se expresa en el interés inagotable consagrado a su persona.
En cambio, la personalidad humana de Sócrates se manifiesta fundamentalmente a través de su influjo sobre otros. Su órgano era la palabra hablada. Nunca plasmó por sí mismo esta palabra mediante la escritura, lo cual indica cuan importante, fundamental, era para él la relación de lo hablado con el ser viviente a quien en aquel momento dado se dirigía. Esto representaba un obstáculo casi insuperable para un intento de exposición, sobre todo si se tiene en cuenta que su forma de charla por medio de preguntas y respuestas no encajaba en ninguno de los géneros literarios tradicionales, aun suponiendo que existiesen versiones por escrito de aquellas conversaciones y que, por tanto, el contenido de éstas pudiera reconstruirse en parte con cierta libertad, como nos lo revela el ejemplo del Fedón platónico.
Esta dificultad sirvió de estímulo a la creación del diálogo platónico, imitado después por los diálogos de los demás socráticos. Sin embargo, aunque en las obras de Platón la personalidad de Sócrates se nos aparezca tan próxima y tan tangible, cuando se trata de exponer el contenido de sus charlas se manifiesta entre sus discípulos una discrepancia tan radical de concepción que pronto se traduce en un conflicto abierto y en un distanciamiento constante.
Isócrates revela en sus primeros escritos cuan grato se hacía este espectáculo a la mirada maliciosa del mundo exterior y cómo facilitaba la labor de la "competencia" a los ojos de los incapaces de discernir. Pocos años después se había deshecho el círculo socrático. Cada uno de los discípulos se aferraba apasionadamente a su concepción y hasta surgieron distintas escuelas socráticas. Por donde nos encontramos ante la situación paradójica de que, a pesar de ser ésta la personalidad de pensador de la Antigüedad que ha llegado a nosotros con una tradición más rica, no hemos sido capaces hasta hoy de ponernos de acuerdo acerca de la verdadera significación de su figura. Es cierto que la mayor capacidad de comprensión histórica y de interpretación psicológica que hoy tenemos parece dar a nuestros esfuerzos una base más segura. Sin embargo, los discípulos de Sócrates cuyos testimonios han llegado a nosotros trasfunden hasta tal punto su propio ser al del maestro, porque ya no acertaban a separarlo de la influencia de éste, que cabe preguntarse si al cabo de los milenios seremos ya capaces de eliminar este elemento de la médula genuinamente socrática.
El diálogo socrático de Platón es una obra literaria basada indudablemente en un suceso histórico: en el hecho de que Sócrates administraba sus enseñanzas en forma de preguntas y respuestas. Consideraba el diálogo como la forma primitiva del pensamiento filosófico y como el único camino por el que podemos llegar a entendernos con otros. Y éste era el fin práctico que perseguía.
Platón, dramaturgo innato, había escrito ya tragedias antes de entrar en contacto con Sócrates. La tradición asegura que las había quemado todas cuando, bajo la impresión de las enseñanzas de este maestro, se entregó a la investigación filosófica de la verdad. Pero cuando, después de morir Sócrates, se decidió a mantener viva a su modo la imagen del maestro, descubrió en la imitación artística del diálogo socrático la misión que le permitiría poner al servicio de la filosofía su genio dramático.
Sin embargo, no sólo es el diálogo lo que hay de socrático en esta obra. La reiteración estereotipada de ciertas tesis paradójicas características en los diálogos del Sócrates platónico y su coincidencia con los informes de Jenofonte evidencian que los diálogos platónicos tienen también sus raíces, por lo que al contenido se refiere, en el pensamiento socrático. ¿Hasta dónde llega lo socrático en estos diálogos? He aquí el problema.
El informe de Jenofonte sólo coincide con el de Platón en un corto trecho, tras el cual nos deja en la estacada, con la sensación de que Jenofonte se queda corto y de que Platón peca, en cambio, por exceso. Ya Aristóteles se inclinaba a pensar que la mayor parte de los pensamientos filosóficos del Sócrates de Platón deben ser considerados como doctrinas de éste y no de aquél. Aristóteles hace a este propósito algunas observaciones cuyo valor habremos de examinar.
El diálogo de Platón representa, según él, un nuevo género artístico, una manifestación intermedia entre la poesía y la prosa. Esto se refiere, en primer lugar, indudablemente, a la forma, que es la de un drama espiritual en lenguaje libre. Pero según la opinión de Aristóteles acerca de las libertades que Platón se toma en el modo de tratar al Sócrates histórico debemos suponer que Aristóteles consideraba también el diálogo platónico, en lo referente al contenido, como una mezcla de poesía y prosa, de ficción y realidad.
El diálogo socrático de Jenofonte y los de los otros discípulos de Sócrates se hallan expuestos, naturalmente, a los mismos reparos si se los considera como fuentes históricas. La Apología de Jenofonte, cuya autenticidad se ha discutido mucho, aunque recientemente se vuelva a reconocer por algunos autores, presenta de antemano el sello de su tendencia a la justificación. En cambio, las Memorables sobre Sócrates se consideraron durante mucho tiempo como una obra histórica. Y de serlo, nos librarían de golpe de esa inseguridad que entorpece continuamente nuestros pasos en cuanto a la utilización de los diálogos como fuente. Sin embargo, las investigaciones más recientes han revelado que también esta fuente se halla teñida por un fuerte matiz subjetivo.
Jenofonte conoció y veneró a Sócrates en su juventud, pero sin haber llegado a contarse nunca entre sus verdaderos discípulos. Y no tardó en abandonarle para enrolarse como aventurero en la campaña emprendida por el príncipe y pretendiente persa Ciro contra su hermano Artajerjes. Jenofonte no volvió a ver a Sócrates. Sus obras socráticas fueron escritas algunos decenios más tarde. La única que parece anterior es la que ahora se conoce con el nombre de Defensa.
Trátase de un alegato en defensa de Sócrates contra una "acusación", puramente literaria y ficticia según todas las apariencias, en la que se ha creído descubrir un folleto del sofista Polícrates, publicado durante la década del noventa del siglo IV. Este folleto fue contestado principalmente por Lisias e Isócrates, y por las Memorables de Jenofonte llegamos a la conclusión de que también él tomó la palabra con aquel motivo.
Fue, evidentemente, la obra con que este hombre ya medio olvidado en el círculo de los discípulos de Sócrates se abrió paso en la literatura socrática, para luego volver a enmudecer durante largos años. Esta obra, que se destaca claramente como un todo, entre cuantas hoy la rodean, por su unidad y armonía de composición y por el motivo de actualidad a que responde, fue colocada más tarde por Jenofonte a la cabeza de sus Memorables. La intención perseguida por esta obra, al igual que por las Memorables en su conjunto, es, según confiesa el propio autor, probar que Sócrates fue un ciudadano altamente patriótico, piadoso y justo del estado ateniense, que tributaba sus sacrificios a los dioses, consultaba a los adivinos, era amigo leal de sus amigos y cumplía puntualmente sus deberes de ciudadano.
Lo único que cabe objetar contra la imagen que de él traza Jenofonte es que "un hombre honorable" y cumplidor de sus deberes como éste difícilmente podía haber inspirado sospechas a sus conciudadanos, ni mucho menos ser condenado a muerte como hombre peligroso para el estado. Últimamente, los juicios de Jenofonte resultan dudosos todavía ante los esfuerzos de algunos autores modernos por demostrar que el largo espacio de tiempo que le separaba de los acontecimientos sobre los que escribe y su escasa capacitación filosófica le obligaban necesariamente a recurrir a ciertas fuentes escritas, habiendo utilizado como tales, especialmente, las obras de Antístenes.
Esto, que sería interesante para la reconstrucción de la obra, sustancialmente perdida, de este discípulo de Sócrates y adversario de Platón, convertiría el Sócrates de Jenofonte en un simple reflejo de la filosofía moral de Antístenes. Y aunque la hipótesis se ha llevado indudablemente hasta la exageración, lo cierto es que estas investigaciones han venido a llamar la atención hacia el hecho de que Jenofonte, pese a su simplismo filosófico, o precisamente a causa de él, no hizo más que plegarse en ciertos aspectos a una concepción ya existente de Sócrates en la que esta figura se interpreta en un sentido propio, ni más ni menos que como se le ha achacado a Platón.
¿Cabe sustraerse al dilema que nos plantea este carácter de nuestras fuentes?
Schleiermacher fue el primero que formuló ingeniosamente la complejidad de este problema histórico. Había llegado también a la conclusión de que no debemos confiarnos de modo exclusivo a Jenofonte ni a Platón, sino movernos diplomáticamente, por decirlo así, entre estos dos personajes principales. Schleiermacher expresa el problema así: "¿Qué puede haber sido Sócrates además de lo que Jenofonte nos dice de él, aunque sin contradecirlos rasgos de carácter y las máximas de vida que Jenofonte proclama terminantemente como socráticos, y qué debió haber sido para permitir y autorizar a Platón a presentarlo como lo presenta en sus diálogos?"
Estas palabras no encierran, ciertamente, ninguna fórmula mágica para el historiador; se limitan a deslindar con la mayor precisión posible el campo dentro del cual debemos movernos con cierto tacto crítico. Claro está que sino existiese además algún criterio que nos indicase hasta dónde podemos atenernos a cada una de nuestras fuentes, esas palabras nos entregarían a nuestros sentimientos puramente subjetivos y nos dejarían en el más completo desamparo.
Aquel criterio creyó tenerse durante mucho tiempo en los informes de Aristóteles. Veíase en él al sabio e investigador objetivo que sin hallarse tan apasionadamente interesado como los discípulos inmediatos de Sócrates en el problema de quién era éste y cuáles habían sido sus aspiraciones; se hallaba, sin embargo, lo suficientemente cerca de él en el tiempo para poder averiguar acerca de su personalidad más de lo que nos es posible averiguar hoy.
Los datos históricos de Aristóteles acerca de Sócrates son tanto más valiosos para nosotros cuanto que se refieren todos ellos a la llamada teoría de las ideas de Platón y a su relación con Sócrates. Era éste un problema central, muy discutido en la academia platónica, y durante los dos decenios que Aristóteles pasó en la escuela de Platón tuvo que haberse debatido también frecuentemente el problema de los orígenes de aquella teoría.
En los diálogos de Platón, Sócrates aparece como el filósofo que expone la teoría de las ideas, dándola expresamente por supuesta, como algo familiar para el círculo de sus discípulos. El problema de la historicidad de la exposición platónica de Sócrates en este punto tiene una importancia decisiva para la reconstrucción del proceso espiritual que hizo brotar de la socrática la filosofía platónica.
Aristóteles, que no atribuye a los conceptos generales, como Platón en su teoría de las ideas, una existencia objetiva aparte de la existencia de los fenómenos concretos percibidos por los sentidos, hace tres indicaciones importantes acerca de la relación que en este punto existe entre Platón y Sócrates:
1) Platón había seguido en la primera época de sus estudios las enseñanzas del discípulo de Heráclito, Cratilo, quien profesaba el principio de que en la naturaleza todo fluye y nada tiene una consistencia firme y estable. Al conocer a Sócrates, se abrió ante Platón otro mundo. Sócrates se circunscribía por entero a los problemas éticos y procuraba investigar conceptualmente la esencia permanente de lo justo, lo bueno, lo bello, etcétera.
La idea del fluir eterno de todas las cosas y el supuesto de una verdad permanente parecen contradecirse a primera vista. Sin embargo, Platón se hallaba tan convencido a través de Cratilo del fluir de las cosas, que esta convicción no salió quebrantada en lo más mínimo por la impresión tan profunda que hubo de causarle aquella búsqueda tenaz de Sócrates para encontrar el punto firme y estable en el mundo moral del hombre. Por donde Platón llegó a persuadirse de que ambos, Cratilo y Sócrates, tenían razón, puesto que se referían a dos mundos completamente distintos.
El principio de Cratilo según el cual todo fluye referíase a la única realidad que conocía aquel filósofo, a la realidad de los fenómenos sensibles, y Platón siguió convencido durante toda su vida de que la teoría cratiliana del fluir era acertada en lo referente al mundo material. Sócrates, en cambio, apuntaba con su problema a la esencia conceptual de aquellos predicados tales como lo bueno, lo bello, lo justo, etcétera, sobre los que descansa nuestra existencia de seres mortales, a otra realidad que no fluye, sino que verdaderamente "es", es decir, que permanece invariable.
2) Platón veía desde ahora en estos conceptos generales aprendidos de Sócrates el verdadero ser, arrancado al mundo del eterno fluir. Estas esencias que sólo captamos en nuestro pensamiento y sobre las que descansa el mundo del verdadero ser, son las que Platón llama "ideas". Con esto Platón se remontaba, indudablemente, según Aristóteles, por encima de Sócrates, el cual no hablaba de las ideas ni establecía una separación entre éstas y las cosas materiales.
3) Dos cosas son, según Aristóteles, las que deben atribuirse en justicia a Sócrates y las que en modo alguno se le pueden negar: la determinación de los conceptos generales y el método inductivo de investigación.
Suponiendo que este punto de vista fuese exacto, nos permitiría deslindar en una medida muy considerable lo socrático y lo platónico en la figura de Sócrates tal como aparece en los diálogos de Platón.
En este caso, la fórmula metódica de Schleiermacher sería algo más que un postulado puramente ideal. En aquellos de sus diálogos que, según las investigaciones del siglo pasado, deben ser considerados como las primeras obras de Platón, las investigaciones de Sócrates revisten todas ellas en realidad la forma de preguntas en torno a conceptos generales: ¿Qué es la valentía? ¿Qué es la piedad? ¿Qué es el dominio de sí mismo? Y hasta el mismo Jenofonte hace notar expresamente, aunque sólo de pasada, que Sócrates desarrollaba incesantemente investigaciones de esta clase, esforzándose por llegar a una determinación de los conceptos.
Esto abriría una salida a nuestro dilema, Platón o Jenofonte, y nos permitiría reconocer a Sócrates como el fundador dela filosofía conceptual. Es lo que hace, en efecto, Eduard Zeller, en su historia de la filosofía griega, aplicando el plan de investigación trazado por Schleiermacher.
Según esta concepción, Sócrates sería algo así como el umbral más sobrio de la filosofía de Platón, en el cual se evitan las audacias metafísicas de éste, y rehuyendo la naturaleza para limitarse al campo de lo moral, se intenta en cierto modo fundamentar teóricamente una nueva sabiduría de la vida orientada hacia lo práctico.
Esta solución fue tenida durante mucho tiempo por definitiva., respaldada por la gran autoridad de Aristóteles y basada sobre el firme fundamento metódico en que se apoya. Pero a la larga no podía satisfacer, porque el Sócrates que nos presenta parece ser una medianía y su filosofía conceptual una trivialidad. Contra este pedantesco hombre conceptual era precisamente contra el que se dirigían los ataques de Nietzsche. Por tanto estos ataques, a quienes no sintieron vacilar por ellos su fe en la grandeza de Sócrates y en su fuerza revolucionaria universal, sólo les mermó su confianza en Aristóteles como testimonio histórico.
¿Se hallaba éste realmente tan desinteresado ante el problema de los orígenes de la teoría platónica de las ideas, que él mismo combate tan violentamente? ¿Acaso no se había equivocado también en su modo de concebir otros hechos históricos? Y, sobre todo, ¿no se dejaba arrastrar por completo en sus opiniones sobre la historia de la filosofía por sus propios puntos de vista filosóficos? Era comprensible que frente a Platón se remontase a Sócrates y se representase a este pensador de un modo más sobrio, es decir, más aristotélico. Pero ¿acaso sabía más de él realmente de lo que creía poder deducir de los diálogos de Platón?
Tales son las dudas de que partían las modernas investigaciones sobre Sócrates. Con ellas se abandonaba, indudablemente, el terreno firme que antes se creía pisar, y la antítesis diametral de las concepciones sobre Sócrates que se han manifestado desde entonces es la mejor ilustración de la situación vacilante en que nos encontramos cuando partimos de esta premisa.
Esta situación vacilante aparece claramente caracterizada por los dos intentos más impresionantes y más científicamente sistematizados que se han hecho en estos últimos años para penetrar en el Sócrates histórico: la gran obra sobre Sócrates del filósofo berlinés H. Maier y los trabajos de la escuela escocesa, representada por el filólogo J. Burnet y el filósofo A. E. Taylor.
Ambas opiniones coinciden en cuanto al punto de partida: la eliminación de Aristóteles como testimonio histórico. Están de acuerdo en considerar a Sócrates como una de las figuras más grandes que han existido. La polémica entre ellas se agudiza hasta desembocar en el problema de si Sócrates era en realidad un filósofo. Ambas corrientes coinciden en que no merece tal nombre, siempre y cuando sea exacta la imagen que de él se trazaba anteriormente y que lo convertía en una figura puramente secundaria del pórtico de la filosofía platónica.
Pero, en cuanto a sus resultados, existe una discrepancia completa entre estas dos corrientes. Según Heinrich Maier, la grandeza peculiar de un Sócrates no puede medirse con la pauta de un pensador teórico. Hay que considerarlo como el creador de una actitud humana que señala el apogeo de una larga y laboriosa trayectoria deliberación moral del hombre por sí mismo y que nada podría superar: Sócrates proclama el evangelio del dominio del hombre sobre sí mismo y de la "autarquía" de la personalidad moral. Esto le convierte en la contrafigura occidental de Cristo y de la religión oriental de la redención.
La lucha entre ambos principios comienza apenas. Platón es el fundador del idealismo filosófico y creador de la lógica y del concepto. Era una figura de talla propia, un genio inconmensurable con la esencia peculiar de un Sócrates, el pensador que forja teorías. Teorías que en sus diálogos transfiere a Sócrates con libertad de artista. Sus escritos de la primera época son los únicos que trazan una imagen real del verdadero Sócrates.
Los eruditos de la escuela escocesa ven también en Platón, pero en todos sus diálogos socráticos, el único expositor congenial de su maestro. Jenofonte es la encarnación del filisteo incapaz de comprender nada de la importancia de un Sócrates. En el fondo, no aspira tampoco más que a complementar, tal como él lo interpreta, lo que los demás han dicho acerca del maestro. Allí donde roza el verdadero problema filosófico, se limita a unas cuantas alusiones breves destinadas a hacer comprender al lector que Sócrates era en realidad más que aquello que Jenofonte dice de él.
Según esta corriente, el mayor error de la concepción imperante consiste en creer que Platón no quiere pintar a Sócrates tal y como éste realmente era, sino que pretende presentarlo como el creador de sus propias ideas, extrañas al Sócrates histórico. Nada más lejos del ánimo de Platón, se nos dice, que el deseo de mixtificar así a sus lectores. Carece de toda verosimilitud interna la pretensión de distinguir artificiosamente entre el Platón de la primera y de la última época, para llegar a la conclusión de que sólo el primero se propone ofrecer un retrato de Sócrates, mientras que el segundo lo toma simplemente como máscara para exponer su propia filosofía tal y como se ha desarrollado a lo largo del tiempo.
Además, los primeros diálogos de Platón adelantan ya la doctrina contenida en los posteriores, de carácter más constructivo (el Fedón, la República). En realidad, desde el momento en que ya no se propone exponer la doctrina de Sócrates, sino sus propios pensamientos, Platón deja aun lado la figura de Sócrates como figura capital de sus diálogos y la sustituye por otros personajes extraños o anónimos. Sócrates era realmente tal y como lo pinta Platón: el creador de la teoría de las ideas, de la teoría del retorno del saber como recuerdo del alma de su preexistencia y de la teoría dela inmortalidad y del estado ideal. Era, en una palabra, el padre de la metafísica occidental.
Llegamos así a los dos puntos extremos de la concepción moderna de Sócrates. De un lado aparece como lo opuesto a un pensador filosófico, como un animador y héroe moral, mientras que de otro lado se presenta como el fundador de la filosofía especulativa, como la encarnación de ésta, según Platón. Esto quiere decir, a su vez, que los antiguos móviles que ya a raíz dela muerte de Sócrates habían conducido a la escisión del movimiento socrático en dos escuelas contrapuestas han revivido y laboran cada cual por su parte, empeñados en la obra de crear cada cual su propio Sócrates.
El ideal de Antístenes, que negaba el saber y veía en la "fuerza socrática", en la voluntad moral inquebrantable, lo esencial, y la doctrina de Platón, para quien el "no saber" de Sócrates no es sino una simple fase de transición hacia el descubrimiento de un saber más profundo e inconmovible, latente en el propio espíritu: ambos tienen la pretensión de ser el verdadero Sócrates, es decir, el Sócrates captado hasta su última raíz.
Este antagonismo primitivo de las interpretaciones con el que volvemos a encontrarnos en nuestros días, no puede responder a un simple azar. No es posible explicar su reiteración diciendo que nuestras fuentes siguen estas dos direcciones contrapuestas. No; la anfibología tiene que residir necesariamente en la propia personalidad de Sócrates, que le hace susceptible de esta doble interpretación. Y, partiendo de aquí, es necesario esforzarse en superar el carácter unilateral de las dos concepciones, aunque ambas sean en cierto sentido legítimas, tanto lógica como históricamente.
Además, una actitud fundamentalmente histórica se halla también teñida por la posición personal del observador ante los problemas y por su propia concepción de los hechos.
Al parecer, los representantes de ambas interpretaciones han considerado imposible contentarse con un Sócrates de actitud indecisa ante el problema que ellos reputan decisivo. La conclusión a que tiene que llegar el historiador es la de que Sócrates albergaba todavía dentro de sí contradicciones que por aquel entonces pugnaban, o que habrían de pugnar poco después de su época, por desdoblarse.
Esto hace que sea más interesante y más complejo para nosotros, pero también es más difícil de comprender. ¿Acaso su grandeza, sentida por los hombres espiritualmente más descollantes de su época, tendría algo que ver precisamente con esta sensación de lo que podrías llamar "todavía no"? ¿Acaso se encarnaría en él por última en una armonía expuesta ya en su tiempo a las corrientes de la descomposición? Es desde luego una figura que parece estar situada de un modo u otro en la línea divisoria entre la antigua forma griega de la existencia y un reino desconocido que no había de pisar, a pesar de haber dado el paso más importante hacia él.
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Texto extraído de: W. Jaeger (2001). Paideia: los ideales de la cultura griega. Fondo de cultura económica México.
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Para estudiar la figura de Sócrates lo más elemental a que podemos remontarnos no es el propio Sócrates, que no dejó nada escrito, sino una serie de obras acerca de él, procedentes todas de la misma época y que tienen como autores a discípulos inmediatos suyos.
No es posible saber si estas obras o una parte de ellas fueron escritas ya en vida del mismo Sócrates, aunque lo más probable es que no. La semejanza que presentan las condiciones en que nace la literatura socrática con aquellas de que datan los relatos cristianos más antiguos sobre la vida y la doctrina de Jesús ha sido puesta de relieve con frecuencia y salta a la vista, ciertamente. Tampoco la influencia directa de Sócrates empezó a plasmarse en una imagen armónica en sus discípulos hasta después de muerto el maestro, evidentemente. La conmoción de este acontecimiento dejó en la vida de aquéllos una huella profunda y poderosa. Y todo parece indicar que fue precisamente esta catástrofe la que les movió a representar por escrito a su maestro.
Con esto empieza a encauzarse entre los contemporáneos suyos el proceso de cristalización histórica de la imagen de Sócrates, que hasta entonces flotaba en el aire. Platón le hace predecir ya en su discurso de defensa ante los jueces que sus partidarios y amigos no dejarían en paz a los atenienses después de morir él, sino que proseguirían la acción desplegada por Sócrates, preguntando y exhortando sin dejarles un punto de reposo.
En estas palabras se encierra el programa del movimiento socrático, dentro del cual se halla encuadrada también la literatura socrática, que empieza a florecer rápidamente a partir de ahora. Este movimiento respondía al propósito de sus discípulos de perpetuar en su imperecedera peculiaridad al hombre al que la justicia terrenal había matado para que su figura y su palabra se borrasen de la memoria del pueblo ateniense, de tal modo que el eco de su voz exhortadora no se extinga jamás en los oídos de los hombres ni en el presente ni en el porvenir.
La inquietud moral, que hasta entonces se hallaba circunscrita al pequeño círculo de los secuaces de Sócrates, se difunde así y trasciende a la más amplia publicidad. La socrática se convierte en eje literario y espiritual del nuevo siglo y el movimiento que brota de ella pasa a ser, después de la caída de poder secular de Atenas, la fuente más importante de su poder espiritual.
Los restos que se han conservado de aquellas obras —los diálogos de Platón y Jenofonte, los recuerdos sobre Sócrates de este último y finalmente, los diálogos de Antístenes y de Esquines de Esfeto— revelan con absoluta claridad una cosa por lo menos, a pesar de lo mucho que difieren entre sí, y es que lo que sobre todo preocupaba a los discípulos era exponer la personalidad imperecedera del maestro cuyo profundo influjo habían advertido en sus propias personas. El diálogo y los recuerdos son las formas literarias que brotan en los medios socráticos para satisfacer esta necesidad. Ambas responden a la conciencia de que la herencia espiritual del maestro es inseparable de la personalidad humana de Sócrates. Por muy difícil que fue enteramente al imperio de lo típico.
Una creación literaria paralela de la primera mitad del siglo IV, el enkomion, nos indica cómo se habrían escrito los panegíricos de Sócrates con arreglo a la concepción del hombre predominante en la primera mitad del siglo IV. Este género literario debe también su origen a la valoración exaltada del individuo descollante; pero sólo alcanza a comprender su valor presentando a la personalidad ensalzada como encarnación de todas las virtudes que forman el ideal típico del ciudadano o del caudillo. No era así, ciertamente, como podía captarse la personalidad de Sócrates.
El estudio de la personalidad humana de Sócrates condujo por vez primera en la Antigüedad a la psicología individual, que tiene su maestro más eminente en Platón. El retrato literario de Sócrates es la única pintura fiel, trazada sobre la realidad de una individualidad grande y original, que nos ha trasmitido la época griega clásica. Y el móvil a que respondía este esfuerzo no era la fría curiosidad psicológica ni el afán de proceder a una disección moral, sino el deseo de vivir lo que llamamos la personalidad, aun cuando faltasen al lenguaje la idea y la expresión necesarias para este valor. Es el cambio, provocado por el ejemplo de Sócrates, del concepto de areté, cuya conciencia se expresa en el interés inagotable consagrado a su persona.
En cambio, la personalidad humana de Sócrates se manifiesta fundamentalmente a través de su influjo sobre otros. Su órgano era la palabra hablada. Nunca plasmó por sí mismo esta palabra mediante la escritura, lo cual indica cuan importante, fundamental, era para él la relación de lo hablado con el ser viviente a quien en aquel momento dado se dirigía. Esto representaba un obstáculo casi insuperable para un intento de exposición, sobre todo si se tiene en cuenta que su forma de charla por medio de preguntas y respuestas no encajaba en ninguno de los géneros literarios tradicionales, aun suponiendo que existiesen versiones por escrito de aquellas conversaciones y que, por tanto, el contenido de éstas pudiera reconstruirse en parte con cierta libertad, como nos lo revela el ejemplo del Fedón platónico.
Esta dificultad sirvió de estímulo a la creación del diálogo platónico, imitado después por los diálogos de los demás socráticos. Sin embargo, aunque en las obras de Platón la personalidad de Sócrates se nos aparezca tan próxima y tan tangible, cuando se trata de exponer el contenido de sus charlas se manifiesta entre sus discípulos una discrepancia tan radical de concepción que pronto se traduce en un conflicto abierto y en un distanciamiento constante.
Isócrates revela en sus primeros escritos cuan grato se hacía este espectáculo a la mirada maliciosa del mundo exterior y cómo facilitaba la labor de la "competencia" a los ojos de los incapaces de discernir. Pocos años después se había deshecho el círculo socrático. Cada uno de los discípulos se aferraba apasionadamente a su concepción y hasta surgieron distintas escuelas socráticas. Por donde nos encontramos ante la situación paradójica de que, a pesar de ser ésta la personalidad de pensador de la Antigüedad que ha llegado a nosotros con una tradición más rica, no hemos sido capaces hasta hoy de ponernos de acuerdo acerca de la verdadera significación de su figura. Es cierto que la mayor capacidad de comprensión histórica y de interpretación psicológica que hoy tenemos parece dar a nuestros esfuerzos una base más segura. Sin embargo, los discípulos de Sócrates cuyos testimonios han llegado a nosotros trasfunden hasta tal punto su propio ser al del maestro, porque ya no acertaban a separarlo de la influencia de éste, que cabe preguntarse si al cabo de los milenios seremos ya capaces de eliminar este elemento de la médula genuinamente socrática.
El diálogo socrático de Platón es una obra literaria basada indudablemente en un suceso histórico: en el hecho de que Sócrates administraba sus enseñanzas en forma de preguntas y respuestas. Consideraba el diálogo como la forma primitiva del pensamiento filosófico y como el único camino por el que podemos llegar a entendernos con otros. Y éste era el fin práctico que perseguía.
Platón, dramaturgo innato, había escrito ya tragedias antes de entrar en contacto con Sócrates. La tradición asegura que las había quemado todas cuando, bajo la impresión de las enseñanzas de este maestro, se entregó a la investigación filosófica de la verdad. Pero cuando, después de morir Sócrates, se decidió a mantener viva a su modo la imagen del maestro, descubrió en la imitación artística del diálogo socrático la misión que le permitiría poner al servicio de la filosofía su genio dramático.
Sin embargo, no sólo es el diálogo lo que hay de socrático en esta obra. La reiteración estereotipada de ciertas tesis paradójicas características en los diálogos del Sócrates platónico y su coincidencia con los informes de Jenofonte evidencian que los diálogos platónicos tienen también sus raíces, por lo que al contenido se refiere, en el pensamiento socrático. ¿Hasta dónde llega lo socrático en estos diálogos? He aquí el problema.
El informe de Jenofonte sólo coincide con el de Platón en un corto trecho, tras el cual nos deja en la estacada, con la sensación de que Jenofonte se queda corto y de que Platón peca, en cambio, por exceso. Ya Aristóteles se inclinaba a pensar que la mayor parte de los pensamientos filosóficos del Sócrates de Platón deben ser considerados como doctrinas de éste y no de aquél. Aristóteles hace a este propósito algunas observaciones cuyo valor habremos de examinar.
El diálogo de Platón representa, según él, un nuevo género artístico, una manifestación intermedia entre la poesía y la prosa. Esto se refiere, en primer lugar, indudablemente, a la forma, que es la de un drama espiritual en lenguaje libre. Pero según la opinión de Aristóteles acerca de las libertades que Platón se toma en el modo de tratar al Sócrates histórico debemos suponer que Aristóteles consideraba también el diálogo platónico, en lo referente al contenido, como una mezcla de poesía y prosa, de ficción y realidad.
El diálogo socrático de Jenofonte y los de los otros discípulos de Sócrates se hallan expuestos, naturalmente, a los mismos reparos si se los considera como fuentes históricas. La Apología de Jenofonte, cuya autenticidad se ha discutido mucho, aunque recientemente se vuelva a reconocer por algunos autores, presenta de antemano el sello de su tendencia a la justificación. En cambio, las Memorables sobre Sócrates se consideraron durante mucho tiempo como una obra histórica. Y de serlo, nos librarían de golpe de esa inseguridad que entorpece continuamente nuestros pasos en cuanto a la utilización de los diálogos como fuente. Sin embargo, las investigaciones más recientes han revelado que también esta fuente se halla teñida por un fuerte matiz subjetivo.
Jenofonte conoció y veneró a Sócrates en su juventud, pero sin haber llegado a contarse nunca entre sus verdaderos discípulos. Y no tardó en abandonarle para enrolarse como aventurero en la campaña emprendida por el príncipe y pretendiente persa Ciro contra su hermano Artajerjes. Jenofonte no volvió a ver a Sócrates. Sus obras socráticas fueron escritas algunos decenios más tarde. La única que parece anterior es la que ahora se conoce con el nombre de Defensa.
Trátase de un alegato en defensa de Sócrates contra una "acusación", puramente literaria y ficticia según todas las apariencias, en la que se ha creído descubrir un folleto del sofista Polícrates, publicado durante la década del noventa del siglo IV. Este folleto fue contestado principalmente por Lisias e Isócrates, y por las Memorables de Jenofonte llegamos a la conclusión de que también él tomó la palabra con aquel motivo.
Fue, evidentemente, la obra con que este hombre ya medio olvidado en el círculo de los discípulos de Sócrates se abrió paso en la literatura socrática, para luego volver a enmudecer durante largos años. Esta obra, que se destaca claramente como un todo, entre cuantas hoy la rodean, por su unidad y armonía de composición y por el motivo de actualidad a que responde, fue colocada más tarde por Jenofonte a la cabeza de sus Memorables. La intención perseguida por esta obra, al igual que por las Memorables en su conjunto, es, según confiesa el propio autor, probar que Sócrates fue un ciudadano altamente patriótico, piadoso y justo del estado ateniense, que tributaba sus sacrificios a los dioses, consultaba a los adivinos, era amigo leal de sus amigos y cumplía puntualmente sus deberes de ciudadano.
Lo único que cabe objetar contra la imagen que de él traza Jenofonte es que "un hombre honorable" y cumplidor de sus deberes como éste difícilmente podía haber inspirado sospechas a sus conciudadanos, ni mucho menos ser condenado a muerte como hombre peligroso para el estado. Últimamente, los juicios de Jenofonte resultan dudosos todavía ante los esfuerzos de algunos autores modernos por demostrar que el largo espacio de tiempo que le separaba de los acontecimientos sobre los que escribe y su escasa capacitación filosófica le obligaban necesariamente a recurrir a ciertas fuentes escritas, habiendo utilizado como tales, especialmente, las obras de Antístenes.
Esto, que sería interesante para la reconstrucción de la obra, sustancialmente perdida, de este discípulo de Sócrates y adversario de Platón, convertiría el Sócrates de Jenofonte en un simple reflejo de la filosofía moral de Antístenes. Y aunque la hipótesis se ha llevado indudablemente hasta la exageración, lo cierto es que estas investigaciones han venido a llamar la atención hacia el hecho de que Jenofonte, pese a su simplismo filosófico, o precisamente a causa de él, no hizo más que plegarse en ciertos aspectos a una concepción ya existente de Sócrates en la que esta figura se interpreta en un sentido propio, ni más ni menos que como se le ha achacado a Platón.
¿Cabe sustraerse al dilema que nos plantea este carácter de nuestras fuentes?
Schleiermacher fue el primero que formuló ingeniosamente la complejidad de este problema histórico. Había llegado también a la conclusión de que no debemos confiarnos de modo exclusivo a Jenofonte ni a Platón, sino movernos diplomáticamente, por decirlo así, entre estos dos personajes principales. Schleiermacher expresa el problema así: "¿Qué puede haber sido Sócrates además de lo que Jenofonte nos dice de él, aunque sin contradecirlos rasgos de carácter y las máximas de vida que Jenofonte proclama terminantemente como socráticos, y qué debió haber sido para permitir y autorizar a Platón a presentarlo como lo presenta en sus diálogos?"
Estas palabras no encierran, ciertamente, ninguna fórmula mágica para el historiador; se limitan a deslindar con la mayor precisión posible el campo dentro del cual debemos movernos con cierto tacto crítico. Claro está que sino existiese además algún criterio que nos indicase hasta dónde podemos atenernos a cada una de nuestras fuentes, esas palabras nos entregarían a nuestros sentimientos puramente subjetivos y nos dejarían en el más completo desamparo.
Aquel criterio creyó tenerse durante mucho tiempo en los informes de Aristóteles. Veíase en él al sabio e investigador objetivo que sin hallarse tan apasionadamente interesado como los discípulos inmediatos de Sócrates en el problema de quién era éste y cuáles habían sido sus aspiraciones; se hallaba, sin embargo, lo suficientemente cerca de él en el tiempo para poder averiguar acerca de su personalidad más de lo que nos es posible averiguar hoy.
Los datos históricos de Aristóteles acerca de Sócrates son tanto más valiosos para nosotros cuanto que se refieren todos ellos a la llamada teoría de las ideas de Platón y a su relación con Sócrates. Era éste un problema central, muy discutido en la academia platónica, y durante los dos decenios que Aristóteles pasó en la escuela de Platón tuvo que haberse debatido también frecuentemente el problema de los orígenes de aquella teoría.
En los diálogos de Platón, Sócrates aparece como el filósofo que expone la teoría de las ideas, dándola expresamente por supuesta, como algo familiar para el círculo de sus discípulos. El problema de la historicidad de la exposición platónica de Sócrates en este punto tiene una importancia decisiva para la reconstrucción del proceso espiritual que hizo brotar de la socrática la filosofía platónica.
Aristóteles, que no atribuye a los conceptos generales, como Platón en su teoría de las ideas, una existencia objetiva aparte de la existencia de los fenómenos concretos percibidos por los sentidos, hace tres indicaciones importantes acerca de la relación que en este punto existe entre Platón y Sócrates:
1) Platón había seguido en la primera época de sus estudios las enseñanzas del discípulo de Heráclito, Cratilo, quien profesaba el principio de que en la naturaleza todo fluye y nada tiene una consistencia firme y estable. Al conocer a Sócrates, se abrió ante Platón otro mundo. Sócrates se circunscribía por entero a los problemas éticos y procuraba investigar conceptualmente la esencia permanente de lo justo, lo bueno, lo bello, etcétera.
La idea del fluir eterno de todas las cosas y el supuesto de una verdad permanente parecen contradecirse a primera vista. Sin embargo, Platón se hallaba tan convencido a través de Cratilo del fluir de las cosas, que esta convicción no salió quebrantada en lo más mínimo por la impresión tan profunda que hubo de causarle aquella búsqueda tenaz de Sócrates para encontrar el punto firme y estable en el mundo moral del hombre. Por donde Platón llegó a persuadirse de que ambos, Cratilo y Sócrates, tenían razón, puesto que se referían a dos mundos completamente distintos.
El principio de Cratilo según el cual todo fluye referíase a la única realidad que conocía aquel filósofo, a la realidad de los fenómenos sensibles, y Platón siguió convencido durante toda su vida de que la teoría cratiliana del fluir era acertada en lo referente al mundo material. Sócrates, en cambio, apuntaba con su problema a la esencia conceptual de aquellos predicados tales como lo bueno, lo bello, lo justo, etcétera, sobre los que descansa nuestra existencia de seres mortales, a otra realidad que no fluye, sino que verdaderamente "es", es decir, que permanece invariable.
2) Platón veía desde ahora en estos conceptos generales aprendidos de Sócrates el verdadero ser, arrancado al mundo del eterno fluir. Estas esencias que sólo captamos en nuestro pensamiento y sobre las que descansa el mundo del verdadero ser, son las que Platón llama "ideas". Con esto Platón se remontaba, indudablemente, según Aristóteles, por encima de Sócrates, el cual no hablaba de las ideas ni establecía una separación entre éstas y las cosas materiales.
3) Dos cosas son, según Aristóteles, las que deben atribuirse en justicia a Sócrates y las que en modo alguno se le pueden negar: la determinación de los conceptos generales y el método inductivo de investigación.
Suponiendo que este punto de vista fuese exacto, nos permitiría deslindar en una medida muy considerable lo socrático y lo platónico en la figura de Sócrates tal como aparece en los diálogos de Platón.
En este caso, la fórmula metódica de Schleiermacher sería algo más que un postulado puramente ideal. En aquellos de sus diálogos que, según las investigaciones del siglo pasado, deben ser considerados como las primeras obras de Platón, las investigaciones de Sócrates revisten todas ellas en realidad la forma de preguntas en torno a conceptos generales: ¿Qué es la valentía? ¿Qué es la piedad? ¿Qué es el dominio de sí mismo? Y hasta el mismo Jenofonte hace notar expresamente, aunque sólo de pasada, que Sócrates desarrollaba incesantemente investigaciones de esta clase, esforzándose por llegar a una determinación de los conceptos.
Esto abriría una salida a nuestro dilema, Platón o Jenofonte, y nos permitiría reconocer a Sócrates como el fundador dela filosofía conceptual. Es lo que hace, en efecto, Eduard Zeller, en su historia de la filosofía griega, aplicando el plan de investigación trazado por Schleiermacher.
Según esta concepción, Sócrates sería algo así como el umbral más sobrio de la filosofía de Platón, en el cual se evitan las audacias metafísicas de éste, y rehuyendo la naturaleza para limitarse al campo de lo moral, se intenta en cierto modo fundamentar teóricamente una nueva sabiduría de la vida orientada hacia lo práctico.
Esta solución fue tenida durante mucho tiempo por definitiva., respaldada por la gran autoridad de Aristóteles y basada sobre el firme fundamento metódico en que se apoya. Pero a la larga no podía satisfacer, porque el Sócrates que nos presenta parece ser una medianía y su filosofía conceptual una trivialidad. Contra este pedantesco hombre conceptual era precisamente contra el que se dirigían los ataques de Nietzsche. Por tanto estos ataques, a quienes no sintieron vacilar por ellos su fe en la grandeza de Sócrates y en su fuerza revolucionaria universal, sólo les mermó su confianza en Aristóteles como testimonio histórico.
¿Se hallaba éste realmente tan desinteresado ante el problema de los orígenes de la teoría platónica de las ideas, que él mismo combate tan violentamente? ¿Acaso no se había equivocado también en su modo de concebir otros hechos históricos? Y, sobre todo, ¿no se dejaba arrastrar por completo en sus opiniones sobre la historia de la filosofía por sus propios puntos de vista filosóficos? Era comprensible que frente a Platón se remontase a Sócrates y se representase a este pensador de un modo más sobrio, es decir, más aristotélico. Pero ¿acaso sabía más de él realmente de lo que creía poder deducir de los diálogos de Platón?
Tales son las dudas de que partían las modernas investigaciones sobre Sócrates. Con ellas se abandonaba, indudablemente, el terreno firme que antes se creía pisar, y la antítesis diametral de las concepciones sobre Sócrates que se han manifestado desde entonces es la mejor ilustración de la situación vacilante en que nos encontramos cuando partimos de esta premisa.
Esta situación vacilante aparece claramente caracterizada por los dos intentos más impresionantes y más científicamente sistematizados que se han hecho en estos últimos años para penetrar en el Sócrates histórico: la gran obra sobre Sócrates del filósofo berlinés H. Maier y los trabajos de la escuela escocesa, representada por el filólogo J. Burnet y el filósofo A. E. Taylor.
Ambas opiniones coinciden en cuanto al punto de partida: la eliminación de Aristóteles como testimonio histórico. Están de acuerdo en considerar a Sócrates como una de las figuras más grandes que han existido. La polémica entre ellas se agudiza hasta desembocar en el problema de si Sócrates era en realidad un filósofo. Ambas corrientes coinciden en que no merece tal nombre, siempre y cuando sea exacta la imagen que de él se trazaba anteriormente y que lo convertía en una figura puramente secundaria del pórtico de la filosofía platónica.
Pero, en cuanto a sus resultados, existe una discrepancia completa entre estas dos corrientes. Según Heinrich Maier, la grandeza peculiar de un Sócrates no puede medirse con la pauta de un pensador teórico. Hay que considerarlo como el creador de una actitud humana que señala el apogeo de una larga y laboriosa trayectoria deliberación moral del hombre por sí mismo y que nada podría superar: Sócrates proclama el evangelio del dominio del hombre sobre sí mismo y de la "autarquía" de la personalidad moral. Esto le convierte en la contrafigura occidental de Cristo y de la religión oriental de la redención.
La lucha entre ambos principios comienza apenas. Platón es el fundador del idealismo filosófico y creador de la lógica y del concepto. Era una figura de talla propia, un genio inconmensurable con la esencia peculiar de un Sócrates, el pensador que forja teorías. Teorías que en sus diálogos transfiere a Sócrates con libertad de artista. Sus escritos de la primera época son los únicos que trazan una imagen real del verdadero Sócrates.
Los eruditos de la escuela escocesa ven también en Platón, pero en todos sus diálogos socráticos, el único expositor congenial de su maestro. Jenofonte es la encarnación del filisteo incapaz de comprender nada de la importancia de un Sócrates. En el fondo, no aspira tampoco más que a complementar, tal como él lo interpreta, lo que los demás han dicho acerca del maestro. Allí donde roza el verdadero problema filosófico, se limita a unas cuantas alusiones breves destinadas a hacer comprender al lector que Sócrates era en realidad más que aquello que Jenofonte dice de él.
Según esta corriente, el mayor error de la concepción imperante consiste en creer que Platón no quiere pintar a Sócrates tal y como éste realmente era, sino que pretende presentarlo como el creador de sus propias ideas, extrañas al Sócrates histórico. Nada más lejos del ánimo de Platón, se nos dice, que el deseo de mixtificar así a sus lectores. Carece de toda verosimilitud interna la pretensión de distinguir artificiosamente entre el Platón de la primera y de la última época, para llegar a la conclusión de que sólo el primero se propone ofrecer un retrato de Sócrates, mientras que el segundo lo toma simplemente como máscara para exponer su propia filosofía tal y como se ha desarrollado a lo largo del tiempo.
Además, los primeros diálogos de Platón adelantan ya la doctrina contenida en los posteriores, de carácter más constructivo (el Fedón, la República). En realidad, desde el momento en que ya no se propone exponer la doctrina de Sócrates, sino sus propios pensamientos, Platón deja aun lado la figura de Sócrates como figura capital de sus diálogos y la sustituye por otros personajes extraños o anónimos. Sócrates era realmente tal y como lo pinta Platón: el creador de la teoría de las ideas, de la teoría del retorno del saber como recuerdo del alma de su preexistencia y de la teoría dela inmortalidad y del estado ideal. Era, en una palabra, el padre de la metafísica occidental.
Llegamos así a los dos puntos extremos de la concepción moderna de Sócrates. De un lado aparece como lo opuesto a un pensador filosófico, como un animador y héroe moral, mientras que de otro lado se presenta como el fundador de la filosofía especulativa, como la encarnación de ésta, según Platón. Esto quiere decir, a su vez, que los antiguos móviles que ya a raíz dela muerte de Sócrates habían conducido a la escisión del movimiento socrático en dos escuelas contrapuestas han revivido y laboran cada cual por su parte, empeñados en la obra de crear cada cual su propio Sócrates.
El ideal de Antístenes, que negaba el saber y veía en la "fuerza socrática", en la voluntad moral inquebrantable, lo esencial, y la doctrina de Platón, para quien el "no saber" de Sócrates no es sino una simple fase de transición hacia el descubrimiento de un saber más profundo e inconmovible, latente en el propio espíritu: ambos tienen la pretensión de ser el verdadero Sócrates, es decir, el Sócrates captado hasta su última raíz.
Este antagonismo primitivo de las interpretaciones con el que volvemos a encontrarnos en nuestros días, no puede responder a un simple azar. No es posible explicar su reiteración diciendo que nuestras fuentes siguen estas dos direcciones contrapuestas. No; la anfibología tiene que residir necesariamente en la propia personalidad de Sócrates, que le hace susceptible de esta doble interpretación. Y, partiendo de aquí, es necesario esforzarse en superar el carácter unilateral de las dos concepciones, aunque ambas sean en cierto sentido legítimas, tanto lógica como históricamente.
Además, una actitud fundamentalmente histórica se halla también teñida por la posición personal del observador ante los problemas y por su propia concepción de los hechos.
Al parecer, los representantes de ambas interpretaciones han considerado imposible contentarse con un Sócrates de actitud indecisa ante el problema que ellos reputan decisivo. La conclusión a que tiene que llegar el historiador es la de que Sócrates albergaba todavía dentro de sí contradicciones que por aquel entonces pugnaban, o que habrían de pugnar poco después de su época, por desdoblarse.
Esto hace que sea más interesante y más complejo para nosotros, pero también es más difícil de comprender. ¿Acaso su grandeza, sentida por los hombres espiritualmente más descollantes de su época, tendría algo que ver precisamente con esta sensación de lo que podrías llamar "todavía no"? ¿Acaso se encarnaría en él por última en una armonía expuesta ya en su tiempo a las corrientes de la descomposición? Es desde luego una figura que parece estar situada de un modo u otro en la línea divisoria entre la antigua forma griega de la existencia y un reino desconocido que no había de pisar, a pesar de haber dado el paso más importante hacia él.
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Texto extraído de: W. Jaeger (2001). Paideia: los ideales de la cultura griega. Fondo de cultura económica México.
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