Paideia y escatología
Extracto del análisis de la República de Platón, realizado por Werner Jeager en el libro III de Paideia: los ideales de la cultura griega.
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En su libro la República, Platón ha demostrado que la educación por medio de la filosofía es la única verdadera. Ningún otro camino fuera de éste conduce a la meta, que es el fundar el estado dentro del alma misma. Y este objetivo constituye, como hemos visto, el único que la educación puede proponerse, en un mundo en que la vida política real no es susceptible de ser mejorada de un modo decisivo.
Aunque al principio pudiera parecer que el propósito fundamental de Platón era crear un "estado perfecto" gobernado por pocos y supeditar por completo a sus fines la educación y la ética, en el transcurso de la obra se ha visto claro que lo que hace es, por el contrario, erigir la política sobre la ética. No sólo porque la renovación política debe arrancar de la educación ética del hombre, sino porque, desde el punto de vista de Platón, no puede haber para la comunidad y el estado otro principio de conducta que el que rige para la conducta moral del individuo.
El estado perfecto sólo significa, para Platón, el marco ideal de vida dentro del cual puede la personalidad humana desenvolverse libremente con arreglo a la ley moral innata en ella, y de ese modo realizar al propio tiempo dentro de sí mismo la finalidad del estado.
Esto no es posible, según Platón, en ninguno de los estados existentes. En todos ellos se plantean inevitablemente ciertos conflictos entre el espíritu del estado y el ethos del hombre que alberga en su alma "el estado perfecto" y se esfuerza en vivir con arreglo a él, es decir, el ethos del hombre perfectamente justo.
Si consideramos el estado Platónico desde este punto de vista, vemos que no es tanto un proyecto encaminado a la reforma práctica del estado como una construcción social, en la que todas las demás consideraciones de la paideia se supeditan a la formación de la personalidad moral y espiritual. Todo tiende en ella a la dicha del hombre, pero ésta no estriba en sus deseos o en sus criterios individualistas, sino que descansa en la salud interior de su alma, o sea en la justicia.
Al final del libro noveno de su obra, Platón reparte los premios entre los representantes de los diversos tipos de alma y formas de vida, declarando al hombre justo como el único verdaderamente feliz. Con ello contestaba al mismo tiempo la pregunta de Glaucón, que había servido de punto de partida al diálogo fundamental: la de si la justicia en sí, independientemente de su reconocimiento social, podía hacer felices a los hombres.
Sin embargo, tampoco esto constituye la última palabra acerca de su valor y de la paideia que conduce a esta meta. El trofeo de esta lucha es más alto, el valor que aquí se debate, superior a cualquiera de los fines susceptibles de ser realizados durante el breve periodo que abarca la vida de un hombre. El marco dentro del cual debemos enfocar la existencia del alma, no es el tiempo, sino la eternidad. Se trata de su salvación permanente en este mundo y en el otro. Si la vida terrenal del justo es un único e incesante proceso de educación para el verdadero estado, que vive como las ideas en el cielo, toda educación es, a su vez, una preparación para un estado superior del alma, en la que ya no existe bajo la forma compleja de una bestia multicéfala, del león o del hombre, sino en su forma pura.
No es necesario entrar a examinar aquí el problema de la inmortalidad ni detenerse en las pruebas que Platón aduce al llegar aquí en su apoyo. Todas ellas tienden a demostrar que si el alma no puede ser destruida por su propia enfermedad, que es la maldad, no hay nada en el mundo capaz de destruirla. Platón no toma en cuenta el punto de vista de que la vida del alma puede depender del cuerpo. Le interesa otro aspecto del alma que el psicofísico, le interesa el alma como receptáculo de valores morales.
Como en los mitos finales del Gorgias y el Fedón, también en la República la vemos, al llegar al mismo sitio, envuelta en la luz superior que se derrama desde el más allá sobre su suerte terrenal. No es posible examinar este más allá en su contextura física, pues lo impide la forma mítica en que el filósofo envuelve el misterio de la concatenación del alma con lo supraterrenal.
El juego de la fantasía artística y la profunda seriedad religiosa que la anima aparecen confundidos aquí como siempre en Platón, y es muy difícil distinguirlos. Lo mismo que el estado, el alma del hombre no se muestra nunca tampoco bajo su forma perfecta cuando encarna en la realidad terrenal. Sólo la vemos en el estado que presenta en Glaucón, cuando emerge de entre la marejada de la vida, cubierta de algas y de conchas, a trechos destrozada y rota, deteriorada por las olas, más semejante a una bestia que a su verdadero ser.
Su verdadero ser sólo se nos revela cuando dirigimos la vista a su amor por el saber y a los supremos esfuerzos en que se debate para encontrar el camino hacia lo alto con la conciencia de su divinidad e inmortalidad, y este ser suyo es simple y no múltiple, a diferencia de los dolores y deformaciones que hemos descrito y de sus formas.
Así como en la antigua poesía griega se ensalza al héroe y se describe el premio que sus conciudadanos le disciernen, Platón establece aquí, siguiendo este precedente, un verdadero catálogo de las distinciones que confiere al justo. Y del mismo modo que los poetas antiguos suelen dividir estas promesas en las que se realizan en vida de quien tiene derecho a disfrutarlas y en la que sólo se realizan después de su muerte, el filósofo empieza trazando aquí un cuadro de los honores terrenales discernidos al justo en su polis, cuadro que, naturalmente, presenta y debe presentar ciertos rasgos convencionales, para que pueda recordar los modelos antiguos, y pasa luego a pintar con todo detalle la suerte reservada al alma del justo, cuando éste muere.
La antigua ética de la polis sólo podía garantizar a sus héroes muertos la inmortalidad del nombre grabado en su tumba y unido a sus hechos. En la República Platónica viene a ocupar su puesto la eternidad del alma y, comparados con ella, resultarían incomparablemente insignificantes cuantos honores la polis pudiera conferir.
La estrella polar del hombre Platónico no puede ser ya la fama obtenida entre sus conciudadanos, como lo fuera durante todos aquellos siglos de esplendor de la antigua polis griega, sino solamente la fama ante Dios. Y esto rige ya para el tiempo de su permanencia en la tierra, donde Platón antepone su título de "amados de los dioses" a todos los demás honores humanos. Y rige sobre todo para el destino de su alma en la peregrinación milenaria a que se lanza después de separarse del cuerpo.
En el mito de la República existe, como en el del Gorgias y el Fedon, un tribunal del infierno, pero lo fundamental aquí no es el modo como el juez establece el valor del alma o la pena. Estas cosas se mencionan al principio, para indicar que al justo le espera una suerte bienaventurada y al injusto, en cambio, un largo camino de dolor. Lo decisivo en el aspecto ultra terrenal del estado es la opción de las formas de vida que se realiza al final de la peregrinación. El número de almas es limitado y, después de terminar su estancia en el más allá, deben retornar a la tierra y cobrar una nueva existencia.
La teoría de la trasmigración de las almas, que Platón recoge aquí de la tradición órfica, le permite explicar en un sentido más profundo la propia responsabilidad moral del hombre, que es la premisa suprema de toda acción educativa. Es en este sentido como él trasforma la idea de la metamorfosis. Hace una tentativa audaz para conciliar la conciencia moral del deber, que vive en nosotros, con la antigua fe griega, contrapuesta a ella, en el demon, que encadena mágicamente todos los actos del hombre, desde el principio hasta el final.
La idea de la paideia presupone la libertad de opción; sin embargo, la acción del demon pertenece a la órbita de la ananké.
Ambos modos de concebir la vida humana son legítimos dentro de sus propios confines. La vieja concepción griega distinguía en proporciones cada vez mayores de la idea tradicional de la ceguera enviada por los dioses y que precipitaba ignorantemente al hombre a la perdición, una segunda até, provocada por la propia culpa del hombre y a sabiendas. Ésta habíase convertido con Solón en el germen de una nueva conciencia ética de la responsabilidad y de ella había surgido el mundo de pensamientos de la tragedia griega.
Pero la concepción trágica de la culpa y del castigo entrañó constantemente el dualismo implícito en aquella doble manera de concebir la esencia de la até y era incapaz de sobreponerse a él. Mientras la incerteza de esta contradicción irreductible pesase sobre la conciencia, no podía estar segura de alcanzar su última meta la fe Platónica en el poder de la educación que abordaba su empresa con una fuerza arrolladora y a la que la República dio su forma definitiva.
Sin embargo, Platón no podía resolver este problema de los problemas con los medios del sobrio análisis del alma y el arte ético de la medida. Lo único que le parece posible es proyectar una solución interior como la que flota ante su espíritu en el mundo superior del más allá, del mismo modo que la antigua poesía coronaba su modo de concebir el destino humano como un escenario divino superior, en que encontraban su solución final los problemas humanos. Esta imagen sólo es asequible en sus contornos más generales a la mirada espiritual del hombre, razón por la cual no puede ser razonada en detalle por la inteligencia.
Ya en su primer análisis de la paideia musical de la antigua poesía había combatido Platón la idea de que los dioses son los culpables de los extravíos trágicos de los hombres y los que precipitan a la ruina casas enteras. En realidad, este modo de pensar destruye toda paideia, puesto que exime al hombre de toda responsabilidad.
Por eso la obra de Platón alcanza su apogeo en aquel pasaje del mito final en que, después de destronar a la poesía, se proclama el logos de Láquesis, la hija de Ananke. Un profeta levanta los signos y los paradigmas de las diversas formas de vida de sus rodillas, donde las depositara ya Homero. Pero no los adjudica directamente a los mortales, siguiendo el fallo de una ineluctable necesidad. Grita esto a las almas que claman por su reencarnación: "¡No os elegirá vuestro demon, sino que sois vosotras las que tenéis que elegirlo a él!" El alma tiene que aceptar la vida elegida por ella, a la que se halla encadenada ya de un modo permanente. "La areté no es propiedad de nadie. Cada cual participa de ella en mayor o menor medida, según que la enaltezca o la deshonre. La responsabilidad es del que elige su suerte. Dios no es responsable." De este modo las almas realizan su opción del futuro bíos ante nuestros ojos y lo que eligen de entre las suertes de Láquesis se ve corroborado por las otras dos moiras: Cloto y Átropos. La elección es irrevocable.
En el mismo momento en que somos testigos de esta escena y de la advertencia del profeta, vemos acercarse a la primera alma y realizar su opción. Elige la vida del poderoso tirano y sus estentóreas acusaciones contra el destino y los dioses llenan los aires tan pronto como advierte la carga de dolores y de culpas que ha echado sobre sus hombros con la ansiada elección.
La injusticia de sus quejas salta aquí a la vista. Es el viejo problema de la teodicea que desde Homero se trasmite a lo largo de la poesía de los griegos. pasando por Solón y por Esquilo. Este problema se revela otra vez al llegar al nuevo apogeo de la cultura moral a que Platón da el nombre de "República".
Platón retiene el característico rasgo homérico según el cual el hombre peca a pesar de la advertencia previa de los dioses. Ese rasgo se sitúa, como el mismo acto de la opción, en un único momento decisivo anterior a la vida, pero el alma que elige no es una hoja virgen todavía de escritura. Ha recorrido ya el ciclo de los nacimientos y su opción se halla predeterminada por la vida que la ha precedido. Platón pone esto de relieve a la luz de muchos ejemplos en que las almas humanas eligen la existencia de determinados animales afines al sentido y al espíritu de su vida anterior. El cantor, por ejemplo, elige la figura del cisne, el héroe la del león. Tersites reencarna en un mono, Agamemnón en un águila. Odiseo, con su gran experiencia, es el único que no elige una vida hecha de fama, de hazañas y sufrimientos, sino un destino nuevo, humilde y sin apariencia alguna, la vida de un particular insignificante y retraído, que tras larga búsqueda encuentra. No en vano ha aprendido que la riqueza, el esplendor y el poder, no son la dicha, como no lo es tampoco lo contrario de ellas, y que lo mejor es una vida intermedia.
El único saber que tiene un valor es el saber elegir, que capacita al hombre para adoptar la verdadera decisión. Tal es el sentido del mito, explicado por el propio Platón. El gran peligro para todos es el elegir el destino de vida, que para el filósofo es sinónimo de forma de vida o de ideal de vida. Por eso debe esforzarse en adquirir el saber que le capacita para realizar esa elección, sin preocuparse de ninguna otra cosa. Este punto de vista esclarece definitivamente lo que es la paideia.
La extraordinaria seriedad con que Platón concibe este problema y lo convierte en el único asunto que verdaderamente domina toda la existencia del hombre, se expresa en el postulado de que el hombre debe prepararse en esta vida con todas sus fuerzas para poder realizar la elección que deberá hacer en la otra vida cuando, tras una peregrinación milenaria, se disponga a descender nuevamente sobre la tierra para vivir una vida superior o inferior.
Ahora no es un ser libre en el pleno sentido de la palabra, sobre todo si se ve embarazado para ascender por sus antiguas culpas. Pero puede, no obstante, laborar en la obra de su liberación, siempre y cuando luche por seguir el camino ascendente. Si el hombre "se esfuerza por marchar siempre hacia arriba", su liberación se llevará a cabo en una vida nueva.
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Texto extraído de: W. Jaeger (2001). Paideia: los ideales de la cultura griega. Fondo de cultura económica México.
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En su libro la República, Platón ha demostrado que la educación por medio de la filosofía es la única verdadera. Ningún otro camino fuera de éste conduce a la meta, que es el fundar el estado dentro del alma misma. Y este objetivo constituye, como hemos visto, el único que la educación puede proponerse, en un mundo en que la vida política real no es susceptible de ser mejorada de un modo decisivo.
Aunque al principio pudiera parecer que el propósito fundamental de Platón era crear un "estado perfecto" gobernado por pocos y supeditar por completo a sus fines la educación y la ética, en el transcurso de la obra se ha visto claro que lo que hace es, por el contrario, erigir la política sobre la ética. No sólo porque la renovación política debe arrancar de la educación ética del hombre, sino porque, desde el punto de vista de Platón, no puede haber para la comunidad y el estado otro principio de conducta que el que rige para la conducta moral del individuo.
El estado perfecto sólo significa, para Platón, el marco ideal de vida dentro del cual puede la personalidad humana desenvolverse libremente con arreglo a la ley moral innata en ella, y de ese modo realizar al propio tiempo dentro de sí mismo la finalidad del estado.
Esto no es posible, según Platón, en ninguno de los estados existentes. En todos ellos se plantean inevitablemente ciertos conflictos entre el espíritu del estado y el ethos del hombre que alberga en su alma "el estado perfecto" y se esfuerza en vivir con arreglo a él, es decir, el ethos del hombre perfectamente justo.
Si consideramos el estado Platónico desde este punto de vista, vemos que no es tanto un proyecto encaminado a la reforma práctica del estado como una construcción social, en la que todas las demás consideraciones de la paideia se supeditan a la formación de la personalidad moral y espiritual. Todo tiende en ella a la dicha del hombre, pero ésta no estriba en sus deseos o en sus criterios individualistas, sino que descansa en la salud interior de su alma, o sea en la justicia.
Al final del libro noveno de su obra, Platón reparte los premios entre los representantes de los diversos tipos de alma y formas de vida, declarando al hombre justo como el único verdaderamente feliz. Con ello contestaba al mismo tiempo la pregunta de Glaucón, que había servido de punto de partida al diálogo fundamental: la de si la justicia en sí, independientemente de su reconocimiento social, podía hacer felices a los hombres.
Sin embargo, tampoco esto constituye la última palabra acerca de su valor y de la paideia que conduce a esta meta. El trofeo de esta lucha es más alto, el valor que aquí se debate, superior a cualquiera de los fines susceptibles de ser realizados durante el breve periodo que abarca la vida de un hombre. El marco dentro del cual debemos enfocar la existencia del alma, no es el tiempo, sino la eternidad. Se trata de su salvación permanente en este mundo y en el otro. Si la vida terrenal del justo es un único e incesante proceso de educación para el verdadero estado, que vive como las ideas en el cielo, toda educación es, a su vez, una preparación para un estado superior del alma, en la que ya no existe bajo la forma compleja de una bestia multicéfala, del león o del hombre, sino en su forma pura.
No es necesario entrar a examinar aquí el problema de la inmortalidad ni detenerse en las pruebas que Platón aduce al llegar aquí en su apoyo. Todas ellas tienden a demostrar que si el alma no puede ser destruida por su propia enfermedad, que es la maldad, no hay nada en el mundo capaz de destruirla. Platón no toma en cuenta el punto de vista de que la vida del alma puede depender del cuerpo. Le interesa otro aspecto del alma que el psicofísico, le interesa el alma como receptáculo de valores morales.
Como en los mitos finales del Gorgias y el Fedón, también en la República la vemos, al llegar al mismo sitio, envuelta en la luz superior que se derrama desde el más allá sobre su suerte terrenal. No es posible examinar este más allá en su contextura física, pues lo impide la forma mítica en que el filósofo envuelve el misterio de la concatenación del alma con lo supraterrenal.
El juego de la fantasía artística y la profunda seriedad religiosa que la anima aparecen confundidos aquí como siempre en Platón, y es muy difícil distinguirlos. Lo mismo que el estado, el alma del hombre no se muestra nunca tampoco bajo su forma perfecta cuando encarna en la realidad terrenal. Sólo la vemos en el estado que presenta en Glaucón, cuando emerge de entre la marejada de la vida, cubierta de algas y de conchas, a trechos destrozada y rota, deteriorada por las olas, más semejante a una bestia que a su verdadero ser.
Su verdadero ser sólo se nos revela cuando dirigimos la vista a su amor por el saber y a los supremos esfuerzos en que se debate para encontrar el camino hacia lo alto con la conciencia de su divinidad e inmortalidad, y este ser suyo es simple y no múltiple, a diferencia de los dolores y deformaciones que hemos descrito y de sus formas.
Así como en la antigua poesía griega se ensalza al héroe y se describe el premio que sus conciudadanos le disciernen, Platón establece aquí, siguiendo este precedente, un verdadero catálogo de las distinciones que confiere al justo. Y del mismo modo que los poetas antiguos suelen dividir estas promesas en las que se realizan en vida de quien tiene derecho a disfrutarlas y en la que sólo se realizan después de su muerte, el filósofo empieza trazando aquí un cuadro de los honores terrenales discernidos al justo en su polis, cuadro que, naturalmente, presenta y debe presentar ciertos rasgos convencionales, para que pueda recordar los modelos antiguos, y pasa luego a pintar con todo detalle la suerte reservada al alma del justo, cuando éste muere.
La antigua ética de la polis sólo podía garantizar a sus héroes muertos la inmortalidad del nombre grabado en su tumba y unido a sus hechos. En la República Platónica viene a ocupar su puesto la eternidad del alma y, comparados con ella, resultarían incomparablemente insignificantes cuantos honores la polis pudiera conferir.
La estrella polar del hombre Platónico no puede ser ya la fama obtenida entre sus conciudadanos, como lo fuera durante todos aquellos siglos de esplendor de la antigua polis griega, sino solamente la fama ante Dios. Y esto rige ya para el tiempo de su permanencia en la tierra, donde Platón antepone su título de "amados de los dioses" a todos los demás honores humanos. Y rige sobre todo para el destino de su alma en la peregrinación milenaria a que se lanza después de separarse del cuerpo.
En el mito de la República existe, como en el del Gorgias y el Fedon, un tribunal del infierno, pero lo fundamental aquí no es el modo como el juez establece el valor del alma o la pena. Estas cosas se mencionan al principio, para indicar que al justo le espera una suerte bienaventurada y al injusto, en cambio, un largo camino de dolor. Lo decisivo en el aspecto ultra terrenal del estado es la opción de las formas de vida que se realiza al final de la peregrinación. El número de almas es limitado y, después de terminar su estancia en el más allá, deben retornar a la tierra y cobrar una nueva existencia.
La teoría de la trasmigración de las almas, que Platón recoge aquí de la tradición órfica, le permite explicar en un sentido más profundo la propia responsabilidad moral del hombre, que es la premisa suprema de toda acción educativa. Es en este sentido como él trasforma la idea de la metamorfosis. Hace una tentativa audaz para conciliar la conciencia moral del deber, que vive en nosotros, con la antigua fe griega, contrapuesta a ella, en el demon, que encadena mágicamente todos los actos del hombre, desde el principio hasta el final.
La idea de la paideia presupone la libertad de opción; sin embargo, la acción del demon pertenece a la órbita de la ananké.
Ambos modos de concebir la vida humana son legítimos dentro de sus propios confines. La vieja concepción griega distinguía en proporciones cada vez mayores de la idea tradicional de la ceguera enviada por los dioses y que precipitaba ignorantemente al hombre a la perdición, una segunda até, provocada por la propia culpa del hombre y a sabiendas. Ésta habíase convertido con Solón en el germen de una nueva conciencia ética de la responsabilidad y de ella había surgido el mundo de pensamientos de la tragedia griega.
Pero la concepción trágica de la culpa y del castigo entrañó constantemente el dualismo implícito en aquella doble manera de concebir la esencia de la até y era incapaz de sobreponerse a él. Mientras la incerteza de esta contradicción irreductible pesase sobre la conciencia, no podía estar segura de alcanzar su última meta la fe Platónica en el poder de la educación que abordaba su empresa con una fuerza arrolladora y a la que la República dio su forma definitiva.
Sin embargo, Platón no podía resolver este problema de los problemas con los medios del sobrio análisis del alma y el arte ético de la medida. Lo único que le parece posible es proyectar una solución interior como la que flota ante su espíritu en el mundo superior del más allá, del mismo modo que la antigua poesía coronaba su modo de concebir el destino humano como un escenario divino superior, en que encontraban su solución final los problemas humanos. Esta imagen sólo es asequible en sus contornos más generales a la mirada espiritual del hombre, razón por la cual no puede ser razonada en detalle por la inteligencia.
Ya en su primer análisis de la paideia musical de la antigua poesía había combatido Platón la idea de que los dioses son los culpables de los extravíos trágicos de los hombres y los que precipitan a la ruina casas enteras. En realidad, este modo de pensar destruye toda paideia, puesto que exime al hombre de toda responsabilidad.
Por eso la obra de Platón alcanza su apogeo en aquel pasaje del mito final en que, después de destronar a la poesía, se proclama el logos de Láquesis, la hija de Ananke. Un profeta levanta los signos y los paradigmas de las diversas formas de vida de sus rodillas, donde las depositara ya Homero. Pero no los adjudica directamente a los mortales, siguiendo el fallo de una ineluctable necesidad. Grita esto a las almas que claman por su reencarnación: "¡No os elegirá vuestro demon, sino que sois vosotras las que tenéis que elegirlo a él!" El alma tiene que aceptar la vida elegida por ella, a la que se halla encadenada ya de un modo permanente. "La areté no es propiedad de nadie. Cada cual participa de ella en mayor o menor medida, según que la enaltezca o la deshonre. La responsabilidad es del que elige su suerte. Dios no es responsable." De este modo las almas realizan su opción del futuro bíos ante nuestros ojos y lo que eligen de entre las suertes de Láquesis se ve corroborado por las otras dos moiras: Cloto y Átropos. La elección es irrevocable.
En el mismo momento en que somos testigos de esta escena y de la advertencia del profeta, vemos acercarse a la primera alma y realizar su opción. Elige la vida del poderoso tirano y sus estentóreas acusaciones contra el destino y los dioses llenan los aires tan pronto como advierte la carga de dolores y de culpas que ha echado sobre sus hombros con la ansiada elección.
La injusticia de sus quejas salta aquí a la vista. Es el viejo problema de la teodicea que desde Homero se trasmite a lo largo de la poesía de los griegos. pasando por Solón y por Esquilo. Este problema se revela otra vez al llegar al nuevo apogeo de la cultura moral a que Platón da el nombre de "República".
Platón retiene el característico rasgo homérico según el cual el hombre peca a pesar de la advertencia previa de los dioses. Ese rasgo se sitúa, como el mismo acto de la opción, en un único momento decisivo anterior a la vida, pero el alma que elige no es una hoja virgen todavía de escritura. Ha recorrido ya el ciclo de los nacimientos y su opción se halla predeterminada por la vida que la ha precedido. Platón pone esto de relieve a la luz de muchos ejemplos en que las almas humanas eligen la existencia de determinados animales afines al sentido y al espíritu de su vida anterior. El cantor, por ejemplo, elige la figura del cisne, el héroe la del león. Tersites reencarna en un mono, Agamemnón en un águila. Odiseo, con su gran experiencia, es el único que no elige una vida hecha de fama, de hazañas y sufrimientos, sino un destino nuevo, humilde y sin apariencia alguna, la vida de un particular insignificante y retraído, que tras larga búsqueda encuentra. No en vano ha aprendido que la riqueza, el esplendor y el poder, no son la dicha, como no lo es tampoco lo contrario de ellas, y que lo mejor es una vida intermedia.
El único saber que tiene un valor es el saber elegir, que capacita al hombre para adoptar la verdadera decisión. Tal es el sentido del mito, explicado por el propio Platón. El gran peligro para todos es el elegir el destino de vida, que para el filósofo es sinónimo de forma de vida o de ideal de vida. Por eso debe esforzarse en adquirir el saber que le capacita para realizar esa elección, sin preocuparse de ninguna otra cosa. Este punto de vista esclarece definitivamente lo que es la paideia.
La extraordinaria seriedad con que Platón concibe este problema y lo convierte en el único asunto que verdaderamente domina toda la existencia del hombre, se expresa en el postulado de que el hombre debe prepararse en esta vida con todas sus fuerzas para poder realizar la elección que deberá hacer en la otra vida cuando, tras una peregrinación milenaria, se disponga a descender nuevamente sobre la tierra para vivir una vida superior o inferior.
Ahora no es un ser libre en el pleno sentido de la palabra, sobre todo si se ve embarazado para ascender por sus antiguas culpas. Pero puede, no obstante, laborar en la obra de su liberación, siempre y cuando luche por seguir el camino ascendente. Si el hombre "se esfuerza por marchar siempre hacia arriba", su liberación se llevará a cabo en una vida nueva.
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Texto extraído de: W. Jaeger (2001). Paideia: los ideales de la cultura griega. Fondo de cultura económica México.
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