La Moira en la poesía homérica
Extracto del libro Fundamentos de la filosofía griega de Eduard Zeller, sobre la transición de la poesía homérica a la filosofía helénica, en el cual se hace una breve anotación sobre la Moira - la idea del destino inexorable, que acaso pudiera tener relación con el estudio que posteriormente realizaron los filósofos presocráticos en busca de las leyes naturales y organizadoras del cosmos, así como del arjé o fin último.
En relación a estas ideas me parece muy interesante leer igualmente el libro I de Paideia de Wermer Jeager, del cual he subido recientemente también varios extractos.
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Jonia, en Asia Menor, fue la cuna de la filosofía griega. Allí, en las colonias, sobre la ribera opuesta del mar Egeo, donde el canto de Homero resonó por primera vez, surgió la filosofía helénica. Ambas expresiones fueron producto de la mente jónica. Este mérito es innegable por grande que sea la diferencia cronológica y la distancia que media desde el clamor del héroe homérico al esfuerzo del pensador y del investigador jónicos.
Homero y la filosofía representan los dos polos entre los cuales gira el universo del pensamiento griego. Hasta el lenguaje del poeta revela la estructura intelectual de la mente helénica. Pues aun en el violento mundo de los intrépidos guerreros el espíritu es superior y no la voluntad, para la cual no hay realmente ninguna palabra. Que las acciones del hombre dependen del nivel de su conocimiento era un axioma tanto para los poetas homéricos como lo fue para Sócrates.
Lo que nosotros designamos como conocimiento ellos lo consideraban carácter: el rey “conoce la justicia”; la mujer “conoce la castidad”; el salvaje Cíclope "conoce el desenfreno”; el iracundo Aquiles “conoce la cólera como el león”. Y aunque el vocablo se presente sólo una vez, y esto con referencia a la habilidad práctica de un carpintero de ribera, no obstante, Ulises, el artífice de su destino, mediante su infalible inteligencia, aparece como el prototipo del sabio griego. La apolínea claridad de la mente griega, clasificadora y ordenadora, creó a partir de la confusión de los cultos locales la jerarquía olímpica, según el modelo de la aristocracia jónica con su rey a la cabeza, punto que fue aclarado por Herodoto.
Estos dioses humanos, todos demasiado humanos, son, con el gran poder que les pertenece, más productos de la imaginación artística que objetos de seria veneración. No pocas veces hallamos su carácter y acciones ridiculizados, de modo que Homero aparece como el creador de las sátiras contra los dioses que se encuentran en las comedias posteriores. Pero detrás y por encima de estos “dioses despreocupados” está presente una potencia a la que el hombre homérico consideraba casi con mayor respeto que a los Olímpicos: la Moira, el destino inexorable.
Comparada con su palpitante vitalidad esta deidad es una abstracción exangüe, la creación de hombres que empezaban a intuir el hecho de que todos los acontecimientos estaban gobernados por leyes naturales. En este mundo homérico las fantásticas creencias y las supersticiones —el temor a los demonios, la hechicería, el exorcismo, de los que advertimos apenas un eco ocasional y débil— que existían entre las capas más humildes del pueblo no sólo en los tiempos más remotos sino hasta muy avanzado el período histórico, faltan por completo. Aun la muerte, con su aspecto sombrío, no es acompañada por ningún, tenor sino el que corresponde a su condición de destino común, ineludible y soportable, y es representada como la hermana gemela del sueño. Y aunque una buena dosis de candor ha sido reconocida con justicia como el más pronunciado elemento de los poemas homéricos, no debemos subestimar el hecho de que ellos contienen mucha reflexión sobre el mundo y la vida.
Quizá no sea razonable poner excesivo énfasis en la circunstancia de que pasajeras dudas se expresen sobre la profecía, o que haya rastros de familiaridad con la especulación cosmológica; más importante, sin embargo, es el sentimiento profundo frente a la transitoriedad de las cosas terrenas, que anima al hombre homérico, más poderoso todavía porque para él la vida a la luz del sol es sólo la verdadera vida, contra la cual la existencia lúgubre en el Hades carece de significación.
La brevedad de la vida y el sufrimiento de la existencia cotidiana da lugar a variadas observaciones sobre la suerte de los “pobres mortales”. Algunas veces descubrimos estados de ánimo de real pesimismo, tales como el maravilloso parlamento entre Priano y Aquiles, donde la "vida en el dolor” aparece como la existencia natural del hombre, o en las compasivas manifestaciones del más grande de los dioses, según las cuales el hombre es la criatura más digna de lástima.
Una vez, en verdad, se plantea el origen del mal y el problema es tratado al pasar, el cual más tarde dio entrada a la teodicea en la filosofía. Naturalmente, todas estas ideas están esparcidas sin orden y son siempre provocadas por experiencias y situaciones bien definidas. No hay en ninguna parte huellas de una elaboración sistemática de tales ideas, y la personalidad de sus autores queda, en todos los casos, escondida detrás del anonimato de los homéridas. Mas, las notas, así tocadas, continúan sonando. Bajo la superficie de la poesía épica y sus mitos el Logos comienza a estremecerse para crecer pronto audazmente y levantar su cabeza.
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Texto extraído de:
Eduard Zeller (1968). Fundamentos de la filosofía griega. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Siglo Veinte
En relación a estas ideas me parece muy interesante leer igualmente el libro I de Paideia de Wermer Jeager, del cual he subido recientemente también varios extractos.
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Jonia, en Asia Menor, fue la cuna de la filosofía griega. Allí, en las colonias, sobre la ribera opuesta del mar Egeo, donde el canto de Homero resonó por primera vez, surgió la filosofía helénica. Ambas expresiones fueron producto de la mente jónica. Este mérito es innegable por grande que sea la diferencia cronológica y la distancia que media desde el clamor del héroe homérico al esfuerzo del pensador y del investigador jónicos.
Homero y la filosofía representan los dos polos entre los cuales gira el universo del pensamiento griego. Hasta el lenguaje del poeta revela la estructura intelectual de la mente helénica. Pues aun en el violento mundo de los intrépidos guerreros el espíritu es superior y no la voluntad, para la cual no hay realmente ninguna palabra. Que las acciones del hombre dependen del nivel de su conocimiento era un axioma tanto para los poetas homéricos como lo fue para Sócrates.
Lo que nosotros designamos como conocimiento ellos lo consideraban carácter: el rey “conoce la justicia”; la mujer “conoce la castidad”; el salvaje Cíclope "conoce el desenfreno”; el iracundo Aquiles “conoce la cólera como el león”. Y aunque el vocablo se presente sólo una vez, y esto con referencia a la habilidad práctica de un carpintero de ribera, no obstante, Ulises, el artífice de su destino, mediante su infalible inteligencia, aparece como el prototipo del sabio griego. La apolínea claridad de la mente griega, clasificadora y ordenadora, creó a partir de la confusión de los cultos locales la jerarquía olímpica, según el modelo de la aristocracia jónica con su rey a la cabeza, punto que fue aclarado por Herodoto.
Estos dioses humanos, todos demasiado humanos, son, con el gran poder que les pertenece, más productos de la imaginación artística que objetos de seria veneración. No pocas veces hallamos su carácter y acciones ridiculizados, de modo que Homero aparece como el creador de las sátiras contra los dioses que se encuentran en las comedias posteriores. Pero detrás y por encima de estos “dioses despreocupados” está presente una potencia a la que el hombre homérico consideraba casi con mayor respeto que a los Olímpicos: la Moira, el destino inexorable.
Comparada con su palpitante vitalidad esta deidad es una abstracción exangüe, la creación de hombres que empezaban a intuir el hecho de que todos los acontecimientos estaban gobernados por leyes naturales. En este mundo homérico las fantásticas creencias y las supersticiones —el temor a los demonios, la hechicería, el exorcismo, de los que advertimos apenas un eco ocasional y débil— que existían entre las capas más humildes del pueblo no sólo en los tiempos más remotos sino hasta muy avanzado el período histórico, faltan por completo. Aun la muerte, con su aspecto sombrío, no es acompañada por ningún, tenor sino el que corresponde a su condición de destino común, ineludible y soportable, y es representada como la hermana gemela del sueño. Y aunque una buena dosis de candor ha sido reconocida con justicia como el más pronunciado elemento de los poemas homéricos, no debemos subestimar el hecho de que ellos contienen mucha reflexión sobre el mundo y la vida.
Quizá no sea razonable poner excesivo énfasis en la circunstancia de que pasajeras dudas se expresen sobre la profecía, o que haya rastros de familiaridad con la especulación cosmológica; más importante, sin embargo, es el sentimiento profundo frente a la transitoriedad de las cosas terrenas, que anima al hombre homérico, más poderoso todavía porque para él la vida a la luz del sol es sólo la verdadera vida, contra la cual la existencia lúgubre en el Hades carece de significación.
La brevedad de la vida y el sufrimiento de la existencia cotidiana da lugar a variadas observaciones sobre la suerte de los “pobres mortales”. Algunas veces descubrimos estados de ánimo de real pesimismo, tales como el maravilloso parlamento entre Priano y Aquiles, donde la "vida en el dolor” aparece como la existencia natural del hombre, o en las compasivas manifestaciones del más grande de los dioses, según las cuales el hombre es la criatura más digna de lástima.
Una vez, en verdad, se plantea el origen del mal y el problema es tratado al pasar, el cual más tarde dio entrada a la teodicea en la filosofía. Naturalmente, todas estas ideas están esparcidas sin orden y son siempre provocadas por experiencias y situaciones bien definidas. No hay en ninguna parte huellas de una elaboración sistemática de tales ideas, y la personalidad de sus autores queda, en todos los casos, escondida detrás del anonimato de los homéridas. Mas, las notas, así tocadas, continúan sonando. Bajo la superficie de la poesía épica y sus mitos el Logos comienza a estremecerse para crecer pronto audazmente y levantar su cabeza.
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Texto extraído de:
Eduard Zeller (1968). Fundamentos de la filosofía griega. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Siglo Veinte
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