La estructura del universo según Aristóteles

Extracto de las teorías de Aristóteles sobre la estructura del universo (sacado del libro Fundamentos de la filosofía griega de Eduard Zeller), que espero poner en contraposición con su entendimiento del hombre, en una próxima entrada de este blog.

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La eternidad del universo se deduce como consecuencia natural de la eternidad de la forma y la materia y en razón de que el movimiento no tiene comienzo ni fin. El supuesto, en efecto, de que el mundo se originó en algún instante pero durará eternamente subestima el hecho de que el devenir y el perecer se condicionan entre sí de manera mutua, ya que sólo puede ser eterno lo que excluye ambos extremos.
Aun en el mundo terreno los seres particulares son los únicos que nacen y perecen. Los géneros, por lo demás, no tienen principio. Se deduce que siempre ha habido hombres, aunque como supone Platón la raza ha sido de vez en cuando aniquilada en amplias áreas o reducida al salvajismo por grandes catástrofes naturales.
Esta teoría de la eternidad del mundo, que fue en primer término formulada por Aristóteles y penetra todo su sistema filosófico, toma para él superflua la parte cosmogónica de la física. No debe explicar el origen del mundo sino sólo su composición y estructura.

Por tal causa toma como base de la distinción las dos mitades semejantes que constituyen el universo: la sublunar y la supralunar, lo celeste y lo terreno, el más allá y el aquí. La naturaleza imperecedera de los astros y la inmutable regularidad de sus movimientos prueba, como Aristóteles había intentado establecer, a partir de principios universales, que aquéllos se diferencian por su materia de las cosas perecederas, sujetas a constante cambio.
Los primeros están formados de éter, el quinto elemento (la quintaesencia), esto es, el cuerpo que carece de opuesto, que no tolera cambio alguno, excepto el de posición, y ningún movimiento fuera del circular. Mas las cosas se componen de los cuatro elementos que guardan entre sí doble oposición: la de lo liviano y lo pesado, que proviene de su característico movimiento rectilíneo hacia sus posiciones naturales; y la cualitativa, que resulta de las diferentes combinaciones posibles entre las cualidades básicas caliente y frío, seco y húmedo (el fuego es caliente y seco; el aire, caliente y húmedo; el agua, fría y húmeda; la tierra, fría y seca). En virtud de esta oposición los elementos constantemente se modifican unos en otros; este pasaje se realiza, entre aquellos que se hallan más apartados (la tierra y el aire, el agua y el fuego), gracias a la transmutación en uno de los elementos intermediarios. De aquí se sigue no sólo la unidad del mundo, que es también asegurada por la del primer motor, sino asimismo su figura esférica, que Aristóteles, sin embargo, trató de probar con muchos otros argumentos físicos y metafísicos. La Tierra se halla en reposo en el centro del universo y es también esférica. Alrededor de ella se reúnen en esferas concéntricas estratos de agua, aire y fuego (más exactamente, la materia combustible, pues la llama es el extremo del fuego). Luego vienen las esferas celestes, cuya materia es más pura, a medida que aquéllas más se alejan de la Tierra. La más externa de estas esferas es el cielo de las estrellas fijas, cuyo movimiento rotatorio diario es producido por la divinidad extraespacial, que lo comprende. La actividad de cada esfera consiste en un movimiento completamente uniforme alrededor de su eje. Esto fue supuesto por Aristóteles en común con Platón y toda la astronomía contemporánea, mas aquél anticipó una detallada prueba de ésta en el caso de la primera esfera.

Debemos, en consecuencia, de acuerdo con una concepción del problema que deriva de Platón, imaginar un número de esferas y atribuir a ellas los movimientos que han de ser presupuestos a fin de explicar el verdadero movimiento de los siete planetas a partir de simples movimientos regulares y circulares. Según esta hipótesis, Eudoxo estimó el número de esferas que ocasionan el movimiento de los planetas en veintiséis, incluyendo la séptima en la que los planetas mismos están fijos, mientras que Calippo fijaba el cálculo en treinta y tres.
Aristóteles sigue estas sugestiones y elabora su teoría del primer motor de acuerdo con la tendencia de las nuevas doctrinas astronómicas. Puesto que, según esta hipótesis, las esferas externas se hallan con respecto a las internas en la relación de la forma a la materia, del agente a lo movido, cada esfera debe comunicar su movimiento a la esfera que abraza. Esto acontece en el caso de la esfera más externa, la que arrastra a todas las restantes con ella en su revolución diaria. Es obvio, sin embargo, que el movimiento individual de cada planeta sería perturbado por la esfera que lo rodea si no se adoptasen precauciones especiales contra este hecho. Aristóteles supone, en consecuencia, que entre las esferas de cada planeta y la del que le sigue inmediatamente hacia abajo se mueven en dirección opuesta al movimiento de las primeras tantas esferas con “movimiento retrógrado” como son necesarias para contrarrestar la influencia de una sobre la otra. Él estima su número en veintidós; con el agregado de éstas al cálculo de Calippo llega al total de cincuenta y seis las esferas celestes, que incluye la esfera de las estrellas fijas. Cada una de éstas, sin embargo, debe recibir su movimiento de la misma fuente que el “primer cielo”, es decir, de una sustancia eterna, inmóvil y por tanto incorpórea, de un espíritu que a ella pertenece.

De aquí entonces que tiene que haber tantos espíritus esféricos como esferas. Los astros son, en tal sentido, considerados por Aristóteles como seres animados dotados de razón y muy superiores al hombre. Mas a este relato sobre el número de las esferas y sus espíritus él no le atribuye más que un valor de probabilidad.
La fricción provocada por el movimiento de las esferas celestes, especialmente en los lugares que yacen debajo del sol, produce en el aire luz y calor. Este efecto, sin embargo, varía de tiempo en tiempo de acuerdo con la inclinación de la órbita del sol durante las distintas estaciones. El resultado de este ciclo es el curso circular de la creación y destrucción, la copia de lo eterno en lo contingente, el reflujo y el fluir de la materia y el cambio mutuo de los elementos entre sí; en una palabra, todo lo que origina los fenómenos atmosféricos y terrestres y que constituyen el contenido de la Meteorología de Aristóteles.


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Texto extraído de:
Eduard Zeller (1968). Fundamentos de la filosofía griega. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Siglo Veinte

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