El camino del Eros: discurso de Sócrates/Diotima

De entre los distintos discursos que conforman el Simposio de Platón, quería compartir de nuevo un fragmento de uno de ellos. En esta ocasión se trata de un extracto del discurso de Sócrates, en el cual relata su conversación con Diotima, sacerdotisa de la ciudad de Mantinea, quien le trasmitió su conocimiento sobre la naturaleza del eros.

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"No lo dudes, Sócrates, porque, de seguro, si quieres dirigir tu mirada a la ambición de los hombres, te quedarías admirado de su irracionalidad, sino reflexionas acerca de lo que te he dicho, considerando en qué terrible estado se hallan por el amor de llegar a ser renombrados y dejar para siempre fama inmortal.
Por esa ambición están dispuestos a correr toda clase de peligros, aún más que por sus hijos, y a gastar dinero, soportar cualquier penalidad y dar su vida. Pues, ¿Crees tú que Alcestis hubiera muerto por Admeto, o que Aquiles hubiera seguido a Patroclo a su muerte o que hubiera anticipado la suya vuestro Codro en defensa de la realeza de sus hijos, si no hubieran creído que iba a quedar el recuerdo inmortal de su virtud que tenemos ahora nosotros? Ni mucho menos, sino que, pienso yo, que por alcanzar una virtud inmortal y una fama tan celebrada cualquier hombre hace cualquier cosa, y, cuento mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. Por tanto, los que son fecundos en cuanto al cuerpo sienten inclinación especialmente por las mujeres y de ese modo muestran sus impulsos amorosos, procurándose, por medio de la procreación de los hijos, in mortalidad, recuerdo y felicidad, según creen, para todo el tiempo futuro. En cambio, los que lo son en cuanto al alma... pues hay efectivamente quienes conciben en las almas aún más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar luz. ¿Y qué es lo que le corresponde? Juicio prudente y cualquier otra virtud, de las que precisamente son progenitores los poetas todos y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero, con mucho, la más importante y hermosa forma de prudencia es el ordenamiento de concerniente a las ciudades y comunidades, que recibe el nombre de mesura y justicia. Cuando alguien, desde joven, está a su vez preñado de estas cualidades en el alma, como es de naturaleza divina y ha llegado a la edad apropiada, desea ya procrear y engendrar; entonces busca también él, pienso yo, a su alrededor la belleza en la que pueda engendrar, dado que en la fealdad jamás engendrará. Así pues, como esta preñado siente afecto por los cuerpos bellos más que por los feos, y, si encuentra en su camino un alma bella, noble y  naturalmente bien dotada, siente entonces gran afecto por ese conjunto, y ante ese hombre halla al punto abundancia de razones sobre la virtud y sobre cómo debe ser el hombre bueno y en lo que debe ocuparse, e intentará educarlo.
En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y tener trato con ello, procrea y alumbra lo que desde antaño llevaba en su seno, teniéndolo en su memoria tanto cuando está junto a él como cuando está lejos, y en común con él contribuye a criar lo que han concebido, de modo que una comunidad mucho mayor que la de los hijos mantienen unos con otros tales hombres y una amistad más firme, ya que han tenido en común hijos más bellos y más inmortales. Y cualquier persona aceptaría con mayor agrado que le nacieran tales hijos antes que hijos humanos, si dirige la mirada a Homero, Hesíodo y los demás buenos poetas y observa envidioso qué vástagos de sí mismos han dejado, que les procuran inmortal fama y recuerdo por también ellos así; o, si quieres, hijos como los que Licurgo dejó en Lacedemonia, salvadores de Lacedemonia y por así decirlo, de Grecia. Y, entre vosotros, es honrado también Solón por haber concebido sus leyes, e igualmente otros hombres en otros muchos lugares, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, porque sacaron a la luz muchas y bellas obras y engendraron una virtud de todo tipo. En honor de ellos han surgido ya cultos numerosos por causa de tales hijos, mientras que por hijos humanos en honor de nadie jamás.
Estas son, pues, las cuestiones relativas al amor, en cuyos misterios, Sócrates, también tu podrías iniciarte. Pero en los ritos de iniciación perfecta y en las supremas revelaciones, que constituyen la finalidad de aquéllos si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte. Por tanto, te lo diré yo y no dejaré de poner en ello todo mi empeño; tu intenta seguirme, si eres capaz.
Es preciso que quien pretenda ir por el camino recto hacia ese objetivo empiece desde joven a encaminarse hacia los cuerpos bellos, y en primer lugar, si su guía lo conduce correctamente, se enamore de un solo cuerpo y en él engendre razonamientos bellos; luego, que comprenda que la belleza que hay en un cuerpo cualquiera es hermana de la que hay en otro cuerpo, y que si se debe perseguir la belleza de la forma, es una gran insensatez no considerar que es una sola y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos. Tras haber comprendido esto, debe erigirse en amante de todos los cuerpos bellos y aquietar ese violento deseo de uno solo, despreciándolo y considerándolo poca cosa. Después de eso, considerar más preciosa la belleza que hay en las almas que la que hay en el cuerpo, de suerte que, si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga poca lozanía, le baste para amarlo, cuidarse de él, procrear y buscar razonamientos de tal clase que vayan a hacer mejores a los jóvenes, para verse obligado de nuevo a contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes y a observar que todo ello está emparentado consigo mismo, con el fin de que considere que la belleza relativa al cuerpo es algo poco importante. Después de las normas de conducta, debe conducirlo a las ciencias, para que vea asimismo la belleza de éstas, y, dirigiendo su mirada a esa belleza ya abundante, no sea ya en el futuro vil y de espíritu mezquino sirviendo, como un esclavo, a la belleza que radica en un solo ser, contentándose con la de un muchacho, un hombre o una sola norma de conducta, sino que, vuelto hacia el extenso mar de la belleza y contemplándolo, procree muchos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en inagotable amor por la sabiduría, hasta que, fortalecido entonces y engrandecido, aviste una ciencia única, que es de la siguiente manera y se ocupa de una belleza como la siguiente. Y tú intenta prestarme cuanta atención te sea posible.
En efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en las cuestiones relativas al amor, al contemplar en su orden y de manera correcta las cosas bellas y al aproximarse ya al final de su iniciación en las cosas del amor, repentinamente avistará algo maravillosamente bello por naturaleza, aquello, Sócrates, por lo que precisamente se realizaron todos lo esfuerzos anteriores, algo que, en primer lugar existe siempre, no nace ni muere, no aumenta ni disminuye; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces si y otras no, ni bello con respecto a una cosa y feo con respecto a otra, ni bello aquí y feo allá, de modo que para unos sea bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá la belleza como un rostro, unas manos ni ninguna otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un razonamiento ni como una ciencia, ni en absoluto como algo existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser viviente, en la tierra, en el cielo o en algún otro ser, sino la propia belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las demás cosas bellas participan de aquélla de una manera tal que, aunque nazcan las demás y mueran, ella en nada se hace ni mayor ni menor, ni le sucede nada.
Por tanto, cuando alguien se eleva a partir de las cosas de aquí por medio del recto amor a los jóvenes y comienza a avistar aquella belleza, podría decirse que casi alcanza el final de su iniciación.
En efecto, éste es precisamente el camino correcto para dirigirse a las cuestiones relativas al amor o ser conducido por otro: con la mirada puesta en aquella belleza, empezar por las cosas bellas de este mundo y, sirviéndose de ellas a modo de escalones, ir ascendiendo continuamente, de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos, y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y a partid de los conocimientos acabar en aquél que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca por fin lo que es la belleza en sí.
En ese instante de la vida, querido Sócrates, más que en ningún otro, vale la pena el vivir del hombre: cuando contempla la belleza en sí.
Si algún día alcanzas a verla, no te parecerá que es comparable ni con oro, ni con los vestidos ni con los niños y muchachos bellos, ante los cuales hora, con solo verlos, quedas embelesado y estás dispuesto, tanto tu como otros muchos, con tal de ver a los amados y estar continuamente con ellos, a no comer ni beber, si fuera de algún modo posible, sino únicamente a contemplarlos y estar juntos. ¿Qué podemos pensar entonces, si le acaeciera a uno ver la bella en si, limpia, pura, sin mezcla, sin estar contaminada de carnes humanas, de colores y de otras muchas naderías mortales, sino que le fuera posible avistar la belleza divina en sí, específicamente única? ¿Acaso crees que llega a ser vulgar la vida de un hombre que pone su mirada en eso, lo contempla con lo que debe contemplarlo* y está en su compañía? ¿O no piensas que solamente en eses momento, cuando vea la belleza con lo que es visible, podrá engendrar no imágenes de virtud, ya que no está en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, al estar en contacto con la verdad? Y a quien ha engendrado una virtud verdadera y la ha criado, ¿No piensas que le es dado hacerse amigo de los dioses y, si es que algún hombre le es dado, inmortal también el?"


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* Con "el ojo del alma", como se dice en la República.



El banquete de Platón, pintura de Anselm Feuerbach


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